Año Picasso: el maestro y el ‘Guernica’. I Parte.
En pleno siglo XXI ‘Geurnica’ es una imagen capaz de generar una densa encrucijada de significados, donde se entremezclan su poder de mito, icono popular y símbolo cultural ilustrado.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Leonora Carrington dejó un legado enigmático e imaginativo en la historia del arte. Desde su nacimiento en Lancashire hasta su muerte en México, Carrington exploró su interés por el ocultismo, la mitología y la alquimia a través de sus pinturas, esculturas, tapices, cuentos, novelas y memorias.
Leonora Carrington nació en Lancashire (Inglaterra), el 6 de abril de 1917. Murió en México, el 25 de mayo de 2011. Durante esos 94 años de existencia rebelde reflejó su experiencia en una obra artística ecléctica y enigmática. Además de pintar, esculpir y diseñar tapices, escribió cuentos, novelas y memorias muy reveladoras de sus vivencias. Su legado rezuma una imaginación desbordante e innato interés por el ocultismo, la mitología y la alquimia.
Su padre, Harold Wylde Carrington, era inglés, aristócrata y adinerado. Su madre, Marie Moorhead, irlandesa, vulnerable (o no tanto) y aficionada a las leyendas celtas. Ella, Leonora, la menor de cuatro hermanos. Patrick, Gerald, Arthur y Mary Leonora crecieron en una mansión gótico-victoriana sometidos a las normas más rancias y estrictas de la sociedad londinense de la época. Allí también convivió con el lado menos convencional de aquel mundo aristocrático al que pertenecía y detestaba. El contacto con la naturaleza salvaje y la intimidad con los muros enigmáticos y ancestrales que albergaron su niñez alimentaron su inquietud espiritual. Y los caballos. Esos seres magníficos formaron parte del entorno familiar de Leonora Carrington. Representaban para ella la libertad, la fuerza y la belleza.
“Yo soy un caballo, ¿es que no lo ves?”, decía de niña, cuando pretendían que se comportara como tal en aquel contexto mojigato e inflexible: obediente, recatada, pulcra, discreta. Mientras, aprendía a montar, convivía con su yegua Winkie, se desvinculaba de lo que se esperaba de ella, e imaginaba un universo fantástico donde se mezclaba lo real y lo irreal, lo cómico y lo trágico, lo humano y lo animal. Estaba naciendo “el país de Leonora”[i].
Los libros influyeron en la creación de su imaginario artístico y vital. Respondían a sus inquietudes espirituales de mismo modo que las leyendas celtas transmitidas por su madre, su abuela y su niñera.
Leonora pertenecía a una estirpe de guerreras indomables. De esa clase de personas (mujer en este caso) que defiende su territorio. Un proyecto inviable para las aspiraciones paternas: jamás quiso formar parte de ese mercado de “niñas bien decorativas” —una feria de ganado— ni jugar a los bailes de debutantes. Una criatura “ineducable” para las religiosas que trataron de adiestrarla. Ni manera, ella destruía cualquier imposición. La pequeña de los Carrington desfiló por un reguero de colegios para señoritas de la alta sociedad donde ni la aguantaban ni los aguantaba. Su experiencia fugaz en todos ellos finalizaba indefectiblemente con la expulsión. Ella siempre quiso ser otra cosa y huir del destino que le había sido adjudicado. Lo hizo. Le costó. Escogió la vida difícil. Peleó. Escapó. La encerraron. Y escapó de nuevo.
Hay algo perturbador, extravagante y místico en toda la obra de Leonora. Y también mucho de El Bosco y de Lewis Carroll. Todo revuelto, como su cabello indómito. Una mirada infantil enredada con percepciones adultas inquietantes, turbulentas. Su obra está cargada de símbolos que ella jamás quiso explicar. Si le preguntaban sobre el significado de figuras recurrentes en su pintura, rehusaba a esclarecerlos. “Yo no pinto para explicar”.
Las influencias artísticas de Carrington proceden de fuentes muy diversas. Desde la mitología celta de su niñez, la literatura fantástica, la cábala, la astrología, la magia, el esoterismo… Autores como Lewis Carroll, Jonathan Swift, James Joyce, Kafka, Edgar Allan Poe, Robert Graves o Arthur Rimbaud figuran entre sus favoritos, junto a la Biblia, el Corán, el Talmud, el Zohar o el Libro tibetano de los muertos.
Como puede apreciarse en su obra plástica, El Bosco es tal vez el pintor más evidente. Pero no el único. Su educación artística iniciada en Italia, en la Academia de Miss Penrose le pone en contacto con los artistas del Quattrocento, también de gran peso en su pintura. Los años en Londres (en la Amédée Ozenfant Academy) y su relación con Max Ernst fueron igualmente decisivos en la estética surrealista que abrazó sin ambages. Obvio. Tal movimiento encajaba a la perfección con su desbordante imaginación, su conexión con lo sagrado y la terrible experiencia que vivió en la clínica psiquiátrica del Dr. Luis Morales (Santander).
A España llegó huyendo de la invasión nazi de París, en busca de un salvoconducto para liberar a Max Ernst del campo de Les Milles donde lo encerraron. Pero su experiencia no pudo ser más nefasta. Al poco de llegar a Madrid, sufrió una brutal violación en grupo. Ella somatiza todo el caos, todo el miedo. Oculta la agresión, intenta borrarla a base de duchas de agua fría y vómitos provocados. Pero los tentáculos del señor Carrington eran muy largos. Con la ayuda del holandés Van Ghent, la metieron en un coche en dirección a Santander. Drogada, como un cadáver, llegó al infierno.
Aquellos salvajes la sometieron a tratamientos inhumanos a base de fármacos (Cardiazol) supuestamente hipnóticos, aislamiento y humillación. Toda aquella basura que le inoculaban le provocaba alucinaciones, disociaciones del yo, ataques epilépticos y otros efectos nocivos. Supo que debía salir de allí cuanto antes. “Don Luis no era un brujo, sino un sinvergüenza y el cardiazol una inyección maléfica”. Pero también la empujó a indagar sobre los sueños y la demencia. Fruto de aquel tiempo fueron su obra autobiográfica Memorias de abajo (Alpha Decay, 2017) y uno de los cuadros más representativos de su estética pictórica, Down Below. La pintura muestra una escena angustiosa en los jardines de la clínica y a la artista atrapada entre dos mundos: el real y el fantástico.
Este episodio supuso un punto de inflexión tanto en su vida como en su obra pictórica y literaria.
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