Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Teresa de Ávila. La mujer y la determinación. II

Llevaba Teresa de Ávila varios meses en el prestigioso internado de las Agustinas y se iba haciendo a la vida monacal, al perfeccionamiento en el estudio de la religión, el fervor y la práctica de la virtud y la austeridad.

Teresa de Ávila. Fray Juan de la Miseria (1576).

Llevaba Teresa de Ávila varios meses en el prestigioso internado de las Agustinas y se iba haciendo a la vida monacal, al perfeccionamiento en el estudio de la religión, el fervor y la práctica de la virtud y la austeridad. Según ella, el desasosiego y el dolor por el encierro remitieron a los ocho días. Ya serían más seguramente. María de Briceño contribuyó a hacerle amable el ambiente de la piedad y el sosiego, a aflojar su turbación y apartarla de las tentaciones del amor humano. “Comenzó mi alma a tornarse a acostumbrar en el bien de primera edad, y vi la gran merced que hace Dios a quien pone en compañía de los buenos”.

Tenía entonces doña María 37 años, origen ilustre e inmensa empatía con las jovenzuelas que llegaban al convento. A Teresa le conquistó su discreción y los relatos de la monja sobre cómo le llegó la llamada del Señor a través de los Evangelios. Fue así como la futura santa se inició en el rezo, a ver si Dios le mostraba a ella también el camino, “mas todavía deseaba que no fuese monja, que este no fuese Dios servido de dármele, aunque también temía el casarme”[1]. Que ella no se veía de religiosa, pero tampoco le parecía el matrimonio de entonces la mejor manera de desarrollar su personalidad. Que esa sumisión que a la mujer se le exigía no encajaba con sus planes de independencia. Que ya había experimentado en cabeza ajena (la de su madre) aquel destino y como que no le apetecía seguir sus pasos.

En aquel momento lo rumiaba para sus adentros. Más tarde se atrevió a expresarlo. Cuando sus monjas carmelitas se le quejaban de la vida de sacrificio y austeridad que las fundaciones descalzas requerían. Y es que ignoraban sus hijas “la gran merced que Dios les ha hecho al escogerlas para sí y librarlas de estar sujetas al hombre, que muchas veces les acaba la vida, y plegue a Dios no sea también el alma”. Porque aquel primer convento que conoció (y pese a su buen entendimiento con Briceño) tampoco le resultaba adecuado. Eso de renunciar al mundo (la clausura) y acogerse a la constante mortificación le seducía aún menos. Quizás entonces, de manera inconsciente, comenzaba imaginar una orden religiosa mucho más abierta a realidad. Quizás entonces comenzaba a diseñar, sin saberlo, la revolución mística y fundacional que iba a llevar a cabo décadas después.

A todo esto, una de sus mejores amigas ya había tomado el velo en el convento carmelita de la Encarnación: Juana Suárez. Mientras ella seguía dándole vueltas a aquello de la vocación.

No llegó a los dos años el tiempo que estuvo Teresa de Ávila interna en el colegio. Una extraña y grave enfermedad hizo que su padre se la llevara a casa de nuevo. ¿Qué padecía la adolescente? Nadie supo acreditarlo ni en su tiempo ni después. Conjeturas no faltaron: gripes, fiebre de Malta, alergias, cardiopatías… Incluso se llegó a apuntar algún desorden psicológico derivado de su lucha interior; el eterno debate en entre tomar los hábitos o plegarse a los deseos de su padre: casarse; el combate infinito entre sus inquietudes y anhelos y las consignas que pretendían condicionar su vida. ¡Ay, esa naturaleza díscola! ¡Ay, esa esencia femenina a la que jamás renunció!

El caso es que, ya repuesta, vive una temporada en casa de su hermana María (recién casada) en Castellanos de la Cañada. De camino, pasó algunos días en Hortigosa, con su tío Pedro Sánchez de Cepeda, quien le regaló las Epístolas de san Jerónimo y lee otros libros religiosos que van dejando cierto poso de quietud en su alma indecisa. La placidez de la vida en el campo, el sonido de las aguas cristalinas de la dehesa y el contacto con la naturaleza contribuyeron a suavizar las tribulaciones que asolaban su espíritu. Como que se le iba asentando la fe al lado de su sobrinito recién nacido y el calor de los pucheros. “Y aunque no acaba mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado”[2].

Con ese talante más inclinado hacia la vida monástica que a la mundana, la joven Teresa regresa a Ávila donde le espera el siguiente contratiempo. A ver cómo le cuenta a don Alonso su intención de profesar la religión. Que no quiere contrariar al progenitor —quien se niega en rotundo a permitir tal dislate— ni hacerle padecer, pero también ha comprendido la necesidad de tomar decisiones por sí misma. Una vez más acontece la lucha, la congoja, la soledad. Más se impone la determinación de partir. Y parte, como hizo de niña, a escondidas del padre y mucho pesar. “Acuérdaseme que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera. Porque me parece cada hueso se me apartaba por sí…”.[3]

Teresa de Cepeda tiene sólo 20 años cuando ingresa en el convento de las carmelitas de la Encarnación adoptando el apellido de su madre. Era el 2 de noviembre de 1535. Casi doscientas mujeres, entre religiosas y seglares, conviven intramuros, unas con más privilegios que otras. Y allí se plantó Teresa, convencida de que nada ni nadie la distraerían de Dios. ¡Ay, ilusa! Por entonces no podía imaginar los veinte años de padecimiento que le aguardaban. No físico, no. Que era ella de las afortunadas con celda propia, acceso a libros, derecho de visitas y de entrar y salir a su antojo.

De modo que aquel espacio supuestamente dedicado al rezo y la introspección pronto se iba convertir en el centro de la fiesta teresiana y su alma, en un campo de batalla. Disfrutaba la novicia —una vez resignado don Alonso a entregar a Dios a su hija favorita y a las monjas una jugosa cantidad económica anual— de aposentos acogedores y bien decorados, sábanas de hilo, mantas y colchas, alfombras y colchones mullidos.

Ni la toma del velo un año después (2 de noviembre de 1536) ni las constantes penitencias a las que se sometía para remediar sus distracciones y frivolidades regresaban el sosiego a su espíritu. Como mística, no daba la talla; el recogimiento le superaba; rezaba en voz alta para no perder el hilo de las oraciones. Todo esto según ella, claro. Que sólo era capaz de ver sus fallos y debilidades y para quien nunca la penitencia, el ayuno y las privaciones autoimpuestas eran suficientes. Languidecía su alma, enflaquecía su cuerpo. Y de nuevo cayó enferma. “Comenzáronme a crecer los desmayos y diome un mal de corazón tan grandísimo, que ponía espanto a quien le veía, y otros muchos males juntos[4]”.

Otra vez las idas y venidas: a casa de María, su hermana; a la de la curandera de Becedas; al palacio de su tío Pedro. Y el trasiego de médicos y su desconcierto; los síncopes; los sustos; el coma. Cuatro días estuvo postrada, como muerta. Tan pálida y fría que cavaron su tumba y la envolvieron en un sudario. Nadie daba un duro por ella. Salvo su padre, que se negaba a perderla. Entonces sucede el milagro. Teresa regresa tras haber, según ella, conocido el cielo y el infierno. Tres años le costó recuperarse de aquella crisis. Y la Encarnación volvió a ser una fiesta liderada por Teresa. Y las horas en locutorio, su día a día. Sólo tras la muerte de su padre, retornó a la oración. Y a su lucha: “por una parte me llamaba Dios, por otra el mundo”. Así, hasta el amanecer del 1553.


[1] El libro de la vida. Capítulo 3.2

[2] El libro de la vida. Capítulo 3.5

[3] El libro de la vida. Capítulo 4.1

[4] El libro de la vida. Capítulo 4.5


Imagen: Teresa de Ávila. Fray Juan de la Miseria (1576). Convento de las Carmelitas Descalzas de Sevilla.

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