Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Ana María Matute: la gran dama de las letras españolas.

A Ana María Matute, que no le gustaba pronunciar discursos porque nunca dejó de ser Ana, no le quedó más remedio que pronunciar el más difícil, comprometido y arriesgado de su vida —dice—, un 18 de enero de 1998 cuando se sentó por primera vez en sillón K de la Real Academia de la Lengua Española.

Ana María Matute: la gran dama de las letras españolas.

Era una niña curiosa, inteligente, sensible, divertida, traviesa y algo despistada. Jugaba en los campos y se perdía en los bosques buscando tesoros escondidos. No temía a las sombras, a las tormentas ni al cuarto oscuro porque ella —que todavía no sabía leer—, sí sabía que la oscuridad brilla, más aún, resplandece, que las tormentas apagadas duermen en las cortezas de los viejos troncos y las sombras no son más que la memoria de nuestros sueños. Ana María Matute se fue en 2014, un mes antes de cumplir 89 años. Serena y cabal. Bella como sólo quienes siempre han vivido en la infancia pueden serlo.

Ana cuenta que de niña contemplaba los libros, fascinada. Deslizaba sus manitas entre las páginas y sucumbía ante el entramado de hormiguitas negras que surcaban el papel. Cuando yo sea mayor —pensaba entonces— haré esto. Ni siquiera sabía que “esto” era participar del mundo imaginario de la literatura. Después, cuando aprendió a descifrar aquellos extraños símbolos, supo que era posible recrear los mundos fantásticos que le narraba Anastasia Arrizabalaga Zubía, su niñera. Una figura fundamental en su vida. Ella, Ana, ya conocía las palabras y las historias que aún estaban por escribir. Solo tenía que empezar a construir su propio universo mágico.

Creció en Barcelona (donde nació el 26 de julio de 1926). Cuando cumplió ocho años, a causa de su quebradiza salud, sus padres la enviaron a la hacienda familiar en Mansilla de la Sierra (Logroño). Entonces descubrió el bosque. Un lugar cautivador y misterioso que acabó de revelarle los más íntimos secretos de las palabras. Porque en el bosque existen rumores y sonidos totalmente desconocidos por los humanos… Y todas esas voces, esas palabras, sin oírse se conocen, en el balanceo de las altas ramas, en la profundidad de las raíces que buscan el corazón del mundo. Allí presentí y descubrí, minuto a minuto, la existencia de innumerables vidas invisibles.

Dotada de una imaginación prodigiosa y una capacidad de observación excepcional, comenzó desde muy niña a crear mundos, a colorearlos con los lapiceros que su padre le regalaba. Entre los 5 y los 14 años escribió e ilustró sus primeros cuentos. Infantiles, al principio, muy vinculados a las experiencias estivales en Mansilla y el difícil encaje de su mundo con el distante de los adultos, donde ella tampoco se sentía cómoda. Era la “rarita”, la niña con ideas, la que se enterraba en los libros, menos díscola de lo que pensaban quienes no la entendían. La mayoría, por cierto.

Y poco a poco, mientras tejía ese maravilloso entramado lírico —que era suyo pero no exclusivo, pues nunca dejó de invitarnos a recorrerlo con ella—, hecho de recios troncos, tallos verdes y gotas de rocío, del susurro de los pájaros y el rumor de los ríos, Ana se fue convirtiendo en Ana María Matute.

Sin embargo, supo mantener la esencia de esa niña inquieta y delicada que creía en la imaginación y en la fantasía de los sueños, en el hechizo de la palabra y los recuerdos ignorados porque sólo los adultos que conservan en su interior algo del niño que fueron se salvan de la mediocridad y de la miseria. Tal vez por eso su obra es tan inmensa como ella misma, como sus bosques. Porque escribir, para ella, siempre fue como adentrarse en un bosque, como recuperar una y otra vez aquel día en que creí que podría oírse crecer la hierba.

Luego, un pantano (el pantano) inundó su infancia, se tragó a Mansilla entero con todos los bosques y todos los veranos. Fue en el 1949. Tardó once años en regresar al lugar donde vio al demonio y escuchó la hierba crecer. Otros tres en recoger sus recuerdos infantiles en El río. Pero antes de ello fue la guerra (y la posguerra). El trueno de las bombas y el silbido de las sirenas. Los ruidos que terminaron con su tartamudez infantil y le descubrieron el miedo, la impotencia, la incertidumbre y la muerte. La de verdad. A partir de la Guerra Civil, bajo la aún tierna prosa de Ana María Matute, comienzan a latir los sentimientos de pérdida, de ausencia, de desarraigo.

Ya en su primera novela, Pequeño teatro —escrita cuando tenía 17 años, publicada una década después— dejaba entrever los rasgos literarios que le acompañarían durante toda su trayectoria: la infancia, la iniciación, el descubrimiento del amor… y el realismo y la dureza social con la que presenta el sufrimiento de las personas. Le siguieron Los Abel y una serie de cuentos calificados como infantiles (que para nada) en los que, desde su particular perspectiva intimista abordaba la expulsión de la infancia, la pérdida de la ingenuidad. Y entraba a saco en los procesos emocionales de los niños, en su crueldad, en el modo en cómo integran y se integran en el mundo hostil que les rodea.

Se casó en 1952 con Eugenio de Goicoechea, el Malo. Un vividor, un poeta impostado que la hizo muy infeliz. La apartó de sus amigos, de su familia, de sus aficiones y el estilo de vida bohemio al que estaba acostumbrada. Cuando decidió separase de él en aquella España de los 60, los tribunales le arrebataron la custodia de su hijo Juan Pablo. Dos años estuvo privada del niño. No podía verlo, salvo cuando a escondidas su suegra se lo llevaba. En 1965 recupera al fin la patria potestad y la custodia. Al tiempo, obtiene una invitación oficial para impartir cursos en diferentes universidades norteamericanas. Allá se fue, a hacer las américas con el chavalín bajo el brazo. Feliz.

Feliz regresó y conoció a Julio Brocard. Felices ambos se instalaron en Sitges y con ellos Juan Pablo. Felices organizaban reuniones, tertulias, fiestas. Y ella, mientras, escribía sus cuentos de niños y sus novelas de niños y adultos. Y bajaba al bosque cada día a alimentar su imaginación, su fantasía, su universo literario. Hasta mediados de los 70, cuando de forma involuntaria cambió el ensueño por el agujero negro de la depresión. Allí habitó durante casi dos décadas. Metió a un recién nacido Gudú en un cajón con ruedas y no volvió a mirarlo en todo ese largo periodo. No volvió a publicar (sí a escribir. El Diario negro de su tristeza), mientras su recuerdo público se diluía. Que es este nuestro país un lugar desagradecido con quienes no permanecen.

Pero llegó el 96 y la Real Academia y Olvidado rey Gudú para romper el silencio de casi veinte años. Y la plenitud de nuevo. Y el bosque protagonizó el discurso de la toma de posesión del sillón «K,» el 18 de enero de 1998. Y el Premio Nacional de las Letras Españolas (2007). Y el Cervantes (2010). Y rozó el Nobel y el Príncipe de Asturias. Y eso que a ella los premios (que recibía entusiasmada) no le suponían un reto ni le daban dolores de cabeza. Porque no escribía para recibir premios, sino porque era incapaz de no hacerlo.

Ana María Matute, que no le gustaba pronunciar discursos porque nunca dejó de ser Ana, no le quedó más remedio que pronunciar el más difícil, comprometido y arriesgado de su vida —dice—, un 18 de enero de 1998 cuando se sentó por primera vez en sillón K de la Real Academia de la Lengua Española. Y de ese discurso —En el Bosque— tan difícil, tan comprometido y tan arriesgado pero tan maravilloso, tan delicado, tan poético y tan delicioso como su propia obra, he extraído las citas de este pequeño homenaje a la gran dama de las letras españolas del último siglo.

Hace apenas un mes, la editorial Blackie Books presentó la antología literaria de la grandísima escritora que fue y será. El libro de Ana María Matute repasa su vida y su obra a través de un entramado literario donde se mezclan recortes de prensa, páginas de su diario, los dibujos y cuentos que hizo de pequeña (y de mayor), fotografías, cuadernos de notas, extractos de su obra y textos inéditos.

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