Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Tanto en la jurisprudencia como en el criterio de un juez caben todos esos prejuicios machistas de los que se nutren las diferentes manadas patrias. En España alimentamos a nuestras bestias con el pienso de la humillación femenina.
En India les arrojan ácido, en Arabia Saudita condenan a las violadas por adulterio, en Irak se anula el delito si el violador se casa con la víctima (en Rusia también), en Irán se apalea a las mujeres que no van cubiertas de la cabeza a los pies. En México las violaciones y feminicidios están a la orden del día, en Guatemala la mayoría de los casos de violencia contra la mujer quedan impunes, en Argentina un hombre mata a una mujer cada día. Podría seguir: Afganistán, Yemen, Indonesia, Perú, Bolivia, El Congo, Myanmar, Siria, Nigeria… Me tiemblan las manos mientras escribo.
En Europa y EE.UU la impunidad no es tan flagrante, pero ello no significa que no exista: los escándalos de Hollywood, los de Oxfam, los de Berlusconi, el de la Academia del Nobel, el de Strauss-Kahn (de quien ya nadie se acuerda). En España tenemos varios ejemplos recientes. Sangrantes. El último, el que ha desatado una de las mayores protestas callejeras, ha sido la sentencia contra esos cinco sacos llenos de mierda que son los integrantes de “La manada”. Un concepto grupal (manada) que les viene demasiado grande, por cierto.
Una condena demasiado amable, la intimidación de cinco alimañas acorralando y dirigiendo a una mujer hacia un portal oscuro puesta en entredicho, ha superado el límite de la indignación general. Del oportunismo político para arengar a las huestes cabreadas por el raquítico castigo (entre ellos muchos de los que hace una semana bramaban contra la prisión permanente revisable) ya hablamos otro día.
El código penal español, en el Titulo VIII dedicado a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, distingue dos clases de delitos: la agresión y el abuso. El término violación se elude. El límite entre ambos reside en la “violencia e intimidación”. Sin embargo, la ley no define ninguno de los dos conceptos, dejando su interpretación a la jurisprudencia —es decir las sentencias firmes dictadas en casos anteriores— y el criterio del juez. Tanto en la una como en el otro caben todos esos prejuicios machistas de los que se nutren las diferentes manadas patrias. En nuestro país alimentamos a las bestias con el pienso de la humillación femenina.
Pese a los hechos probados, el tribunal descarta la intimidación y la violencia y reduce la calificación jurídica al abuso sexual. Uno de sus miembros, considera que ni siquiera hubo abuso. No voy a analizar las tripas de más de trescientos folios. No tengo tiempo ni ganas, aunque sí nociones de derecho (que para eso estudié). Una vez más se ha juzgado a la víctima. La violencia intrínseca en cualquier violación (aunque no te revienten la cara a puñetazos) se ha cuantificado en función de la resistencia de una mujer frente a cinco sujetos que le doblan en tamaño y fuerza. La intimidación se ha determinado considerando la capacidad de reacción y las expresiones faciales de la única persona que no tenía opción.
No sólo la sentencia y el repugnante voto particular de Ricardo González (el del jolgorio), todo el proceso manadil es una terrible advertencia. Un ejemplo para recordarnos que desde que viajamos “solas”, salimos a la calle a horas extrañas (“solas” también), bebemos vino, quedamos con amigos ¡hombres, dios mío!, pensamos, opinamos, trabajamos y nos pagan por ello —todo sin el permiso de un macho alfa que nos controle—, hemos perdido las formas, la decencia. Somos inconformistas y díscolas. Peor, promiscuas e indecorosas.
Por tanto, si cinco tipos (o uno) —¿cuántos hacen falta para sentir el miedo suficiente?— nos usan, nos mancillan, nos humillan, vacían su mierda sobre nosotras, re ríen, lo graban todo y después nos dejan tiradas como el trapo que ellos mismos han ensuciado, nos lo tenemos merecido. Salvo que nos resistamos lo bastante para que, además, nos muelan a golpes hasta matarnos si fuese necesario.
También se puede (se debe) cambiar la ley.
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