Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Este el paisaje: un proyecto de estado gárgola con el hocico metido en los asuntos privados de la ciudadanía, impuestos desbocados, desgobierno y esperpento político.
El martes, después de la intranquilidad que me produjo (y me produce) el pacto del desgobierno, la vergüenza y el despropósito, escribí un tuit. Escribí varios, en realidad. Escribí esto: “vais a echar mucho de menos a @Albert_Rivera. Sobre todo, quienes os habéis burlado de su dimisión”. Sí. Me dejé llevar. Me dejé llevar por mi necesidad de moderación, de tolerancia y firmeza a partes iguales. Por mi convicción de que la altura de miras es siempre sinónimo de progreso general, de certidumbre, de seguridad, de convivencia en libertad. Y por el desasosiego ante lo que considero un acuerdo desesperanzador y nefasto para España; un contubernio sellado por dos de los mayores intrigantes de la política española del siglo XXI. Ambos debilitados por las urnas, no se olviden.
No he venido a hablar de Albert Rivera, ni tengo prueba alguna para considerarlo —ni a él ni ningún otro líder político español en activo— merecedor de semejante talento. El de la moderación, digo. No sé tampoco si vamos a ser el hazmerreír de Europa, el terror de Europa, el circo de Europa, la vergüenza de Europa. Y/o de todo el mundo occidental.
Sí tengo la certeza de que el panorama tras el #10N se acerca más a la confrontación social, al desgobierno, a la inseguridad jurídica, a la inestabilidad, a la división, al populismo, a la demagogia de todo signo, a la manipulación y a la desinformación. Y todo ello sin ningún elemento político capaz de equilibrar y paliar el desastre. Porque ya no hay centro. Seguramente, esa era la idea. Y también la convicción de que ese tira y afloja de intereses partidistas, de servilismo, de arbitrariedad, de despilfarro y palabrería regalona no va a traer nada bueno. Como no lo han traído los actos e insensateces electoralistas de unos y otros.
Y aquí el protagonista del desbarajuste: Pedro Sánchez Castejón, secretario general del PSOE, expresidente del Gobierno, expresidente del Gobierno en funciones, candidato a la presidencia del Gobierno. Todos ellos y “su persona”.
Ignoro cuál de estas entidades paranormales sufrió durante el verano largas noches de insomnio a causa del que es hoy su socio preferente de gobierno o como quieran llamar a este espectáculo lamentable. Tampoco cuál de ellos padece desde el 12 del 11 una amnesia galopante que le ha hecho olvidar las discrepancias insalvables y la guerra de culpas de hace apenas cuatro meses. Lo que sí está claro es que este individuo en cualquiera de sus identidades psicóticas sólo cree (y tiene) en un proyecto: su supervivencia en el poder.
Para lograrlo no se le pone nada por delante, ni principios ni promesas. Todo lo que dice es susceptible de variar en minutos si no se ajusta a su beneficio personal, a su plan inamovible (lo único firme en él). Su palabra apesta a papel mojado, basura intercambiable por cualquier artimaña que favorezca sus delirios megalómanos. Lo que en julio le quitaba el sueño, hoy es motivo de ilusión y jolgorio. Si hace cuatro meses no necesitaba un vicepresidente que “habla de presos políticos” —hace dos semanas tampoco—, hoy no duda en entregarle la llave de la gobernabilidad a indepes, bilduetarras y sediciosos de toda condición.
Pero sus estafas no se limitan al olvido, la impostura o la insolencia travestida de superioridad moral. Todo su discurso gira en torno al poder —al suyo, obvio—, a su puesto en el partido, a su sillón presidencial. Sus personalidades múltiples son un extraordinario homenaje al cinismo, a la maquinación. La casa de Pedro es el caos, la fullería. Y por ella transita con soltura extrema, alentado por un ego descomunal y la caterva de acólitos que devoran las migajas que les arroja. Limosnas vergonzantes que les abren las portezuelas de los chiringos clientelares, refugio de mediocres y mendicantes de toda la vida de dios.
La casa de Pedro es España. Podría ser cualquier otro país civilizado o sin civilizar. Podría ser cualquier terruño costroso donde nadie le impidiese alardear con su habitual ausencia de conciencia. Podría ser también cualquiera de esas dictaduras banareras que tanto le fascinan a su futuro cómplice de la desgobernabilidad y el fraude. Pero no. Por desgracia, la casa de Pedro es España. Y por aquí transita con idéntica maña y desvergüenza.
Y este el paisaje político español: un felón dispuesto a pactar con el diablo, un oportunista dispuesto a ser el diablo de todos y todas, una recua de chantajistas infames que llaman a la revuelta, la ilegalidad y, como el futuro “vice”, hablan de presos políticos. Completan el panorama un agitador de masas de corte populista reaccionario, un líder moderado defenestrado; otro de derechas que sólo puede oponerse, con alguna ayudita, al suicidio colectivo; y una serie de comodines a quienes vapulear y ningunear hasta cerrarles el pico con alguna dádiva miserable vestida de concesión. Esto y un proyecto de estado gárgola con el hocico metido en los asuntos privados de la ciudadanía, impuestos desbocados y esperpento político.
“Gobierno progresista de coalición” no sé si habrá. Desgobierno y carajal, lo tenemos garantizado, logren o no consumar la fiesta del cesarismo, el reparto de sillones, el descrédito y el saqueo a gran escala.
El pueblo llano, cuando reza, pide lluvia, hijos sanos y un verano que no acabe jamás —replicó Ser Jorah—. A ellos no les importa que los grandes señores jueguen a su juego de tronos, mientras los dejen en paz. —Se encogió de hombros—. Pero nunca los dejan en paz.
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