Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Mark Rothko, cuando el tamaño sí importa.

Mark Rothko concebía la pintura como un instrumento —el instrumento— “para suscitar las emociones más elementales en el espectador”. “La expresión simple del pensamiento complejo”.

Mark Rothko."Sin título", 1953. Óleo sobre lienzo, 299,5 x 442,5 cm. Museo Guggenheim Bilbao

En el Museo Guggenheim Bilbao cuelga un Rothko colosal. Como todos los Rothko, me dirán. Sí. Porque en su viaje hacia a la luz y la emoción, la obra de Mark Rothko es una constante búsqueda de su propio “yo”.

Volvamos al Guggenheim y al cuadro “Sin título”. Se trata de un óleo sobre lienzo, de 299,5 cm de alto x 442,5 cm de ancho. La primera vez que se exhibió en público, la pintura colgaba libremente del techo, justo a la entrada del Art Institute of Chicago. Desde allí dominaba el espacio. Era el año 1954 y aquella la primera exposición de la obra madura de Rothko en un museo americano relevante.

En esa inmensa pared de luz, el rojo y el azafrán se amontonan hasta sobrepasar los límites de la tela. Si el espectador se sitúa lo suficientemente cerca, la obra se extiende más allá del campo de visión lateral. La sensación de movimiento deja de ser una quimera. Los colores se expanden y se encogen, los contornos se difuminan antes de volverse precisos, después de convertir el resto del espacio exterior en un lugar ficticio. La luz emerge de la profundidades del lienzo hasta atrapar al observador. Una vez dentro de la obra es casi imposible evadirse. El embrujo subterráneo del pintor comienza a surtir efecto.

Esa era la idea. Mark Rothko concebía la pintura como un instrumento —el instrumento— “para suscitar las emociones más elementales en el espectador”. “La expresión simple del pensamiento complejo”. Él era un intelectual, un hombre muy culto, profundamente influido por el pensamiento de Nietzsche y la mitología griega. A través de la pintura, afirmaba, rebasa los límites de la abstracción pura para adentrarse en el mundo de la filosofía, la música, la literatura. Rothko pintó el pensamiento de Nietzsche, de Kafka, de Kierkegaard, de Heidegger; a través del color, interpretó la música de Beethoven y Mozart con una intensidad conmovedora. Esa especie de éxtasis sinestésico —ya experimentado antes por Kandinsky o Vincent van Gogh— le lleva a apoderarse de diferentes lenguajes artísticos y condensarlos en la pintura como, parafraseando a Nietzsche, “el verdadero lenguaje de las emociones”.

Pero no siempre fue así. Nacido Marcus Rothkovitz, en Dvinsk (1903), exploró el realismo y el surrealismo antes de instalarse de manera definitiva en el Expresionismo Abstracto. La II Guerra Mundial tuvo mucho que ver en esa transición hacia la mística, el silencio y la contemplación. No obstante, esa inclinación natural por los viajes subterráneos ya de dejaba sentir en sus series dedicadas a la vida urbana y el metro de Nueva York, pintadas en la década de los 30. En ellas aborda la soledad y aislamiento del hombre en la ciudad moderna, anticipando la estética de su obra madura.

A Rothko no basta con mirarlo ni contemplarlo. Hay que verlo. Es necesario bajar con él a lo más profundo del recogimiento interior para comprender el simbolismo encerrado en esos rectángulos superpuestos, eufóricos de color.

En efecto, la potencia lumínica que brota desde el centro de sus obras no es producto de la espontaneidad. Tampoco las dimensiones de los lienzos. Todo forma parte de una premeditada y puntillosa manera de trascender los límites espaciales, emocionales, en su obstinada persecución de lo inaccesible, de alcanzar un modo de expresión tan libre que no requiriese de etiquetas.

A partir de 1949-50, Rothko se decanta por los grandes formatos verticales y los contornos imprecisos para transmitir una sensación de liviandad y fluidez ligada a la búsqueda del infinito. En ese juego teatral, el tamaño cobra protagonismo. No como símbolo de la pomposidad inherente al mismo, sino al “deseo de ser íntimo y humano”. “Pintar un cuadro pequeño significa situarse fuera de su radio de experiencias, implica captar sus experiencias como a través de una lupa. Al pintar un cuadro grande, uno se encuentra justo dentro de él”.

Así Rothko logra situarse en el foco de la expresión, en el centro del color y la “no forma”. La tensión cromática le sirve para transmitir su movimiento interno, la necesidad de atravesar fronteras. La pincelada se torna rápida, ligera, luminosa, transparente.

El artista mezclaba los tonos personalmente, sobre lienzo no trabajado y sin capa de fondo. Primero aplicaba una capa de pigmentos que fijaba con cola. Sobre esa base comenzaba el juego espectral: diferentes manos, tan diluidas, que las partículas de pigmento apenas se adherían a la superficie tridimensional primaria, como las exhalase sobre la tela.

Agotó toda la escala cromática en combinaciones armoniosas que pasaron del alborozo de los rojos, naranjas y amarillos a la sacramentalidad de los azules, púrpuras, verdes y magentas. Dejó de hablar de sus cuadros, de explicar el color y el juego dimensional. Se limitó a expresar la emoción, la tragedia, el éxtasis, la mística del destino, el misterio y la sombra. También empezó a renegar de los críticos e historiadores de arte, de la función de la pintura como parte de la decoración. Paradójicamente, le llovían los encargos para “decorar” espacios públicos como el restaurante Four Seasons en el Edificio Seagram de Nueva York o la Houston Chapel.

Pero esa es otra historia de la que hablaremos más adelante.

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