Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
A Cecilia Bölh de Faber lo de escribir le venía de serie. Francisca Larrea, su madre, no sólo adoraba a Shakespeare y lideraba una de las tertulias literarias y políticas más célebres de la época; también tradujo a Lord Byron y el credo pionero del feminismo, Una reivindicación de los derechos de la mujer, de la ilustre inconformista que fue Mary Wollstonecraft.
La misma que antes de traer al mundo a Mary Shelley —la creadora de Frankenstein— reclamaba el acceso a la educación e instrucción de las mujeres. Desde luego, en pleno siglo XVIII semejante osadía unida a su absoluto desprecio por la institución matrimonial —nunca voy a casarme, afirmaba sin tapujos, aunque luego lo hizo— y otras obligaciones propias de las féminas, no le proporcionaron ningún prestigio social. Declaraciones como “Pero no contentos con esa preeminencia natural (se refiere a la fuerza física), los hombres se empeñan hundirnos todavía más, simplemente para convertirnos en objetos atractivos para un rato”, eran más que suficientes para incendiar cualquier círculo dieciochesco.
Volviendo a la dama gaditana. Doña Frasquita, tampoco se mostraba dispuesta a dejarse avasallar por las convenciones sociales. Menos aún por las de su marido, Juan Nicolás, quien trataba por todos los medios de hacer entrar en razón —su razón, claramente masculina— a la díscola de su esposa. Pronto comenzó a publicar manifiestos políticos, algunos calificados como subversivos, que compaginaba con los textos románticos y cuadernos de viaje teñidos de melancolía que la convirtieron en la “primera romántica” española. Cecilia bebió desde muy joven de todo ese cóctel político-cultural encabezado por su madre. Sin embargo sus obras no reflejan reivindicaciones feministas.
A veces Corina, otras Fernán Caballero, profundamente vinculada a la ideología paterna, Bölh de Faber se aferró al tradicionalismo político, los valores religiosos y el realismo literario. Sus letras transitaron por la escena costumbrista como reacción frente los folletines sensacionalistas que afloraban por doquier en la prensa de la época. Aun así, el papel aparentemente dócil de Cecilia Böhl de Faber marcó el inicio del realismo en las letras españolas.
Al contrario que la española, la niña Wollstonecraft siguió los pasos de una madre que no llegó a conocer —murió pocos días después del parto a cusa de una infección generalizada—. Educada en un ambiente de cultura y libertad poco frecuente en la Inglaterra del siglo XIX, la pequeña Mary revolucionó la literatura británica con un género inédito: la novela gótica y la ciencia ficción. Y no sólo. Feminista, rebelde, osada en un tiempo en el que había que derribar fortalezas para mantenerse firme, Mary Shelley critica a través de su obra las instituciones, el sistema judicial y de clases sociales y, por supuesto, el rol femenino.
Como su progenitora, Shelley defiende el derecho a la educación y el amor libre. Se asoma al mundo en general, al literario en particular, despojada de prejuicios, cargada de rebeldía de género. Dispuesta a vivir su vida loca, la mujer que parió a Frankenstein también supo comprender que la existencia íntima se construye a base de pérdidas y recuerdos, de pasiones intensas y ritos casi tribales, incluso sórdidos.
Siempre conservó reliquias de cada pérdida, aunque tal vez la decisión de conservar hasta la muerte el corazón disecado de su marido, Percy B. Shelley, sea el detalle más significativo de su atracción por la ultratumba, el romanticismo, la transgresión y la ironía. Creo que puedo mantenerme a mí misma y hay algo de inspirador en la idea. Se refería al órgano embalsamado. Y al empuje necesario para sostener su independencia como mujer viuda y sola.
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