El bucle
Te levantas, es tarde. Has dormido mal. Te duele la cabeza. Despacio, vas a la cocina. Piensas en todo y en nada, en ella… El bucle.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Aunque se esforzaba por adivinar cómo había llegado hasta allí, solo veía una luz irreal, la nieve amontonada a ambos lados de la acera, la indiferencia del policía
Aunque se esforzaba por adivinar cómo había llegado hasta allí, solo veía una luz irreal, la nieve amontonada a ambos lados de la acera, la indiferencia del policía y ella dejándose llevar; como si al atravesar la puerta de la comisaría algo sobrenatural la hubiera trasladado a un espacio desconocido. Tal vez debería intentar descansar y aclarar las ideas antes de afrontar el siguiente acto en el despacho de su jefe. No iba a ser fácil. De eso estaba segura. Pero en aquel momento sentía que su mundo tan pequeño y estructurado, estaba a punto de quebrarse bajo sus pies.
Revolvió su bolso con los dedos adormecidos por el frío y una inmensa sensación de vacío hasta que logró encontrar las llaves. Al entrar se desplomó en el sofá. Sin embargo, ni el calor ni la seguridad de su casa lograron apaciguar su ansiedad. Se hundía; sentía cómo se hundía. Y otra vez la náusea. Se puso en pie como un resorte y corrió hacia el cuarto de baño. Vomitó antes de llegar e inmediatamente se metió en la ducha. Debía ser la quinta desde la noche pasada, pero esta vez ni siquiera se molestó en desnudarse. Dejó que el agua casi hirviendo corriera entre su pelo, entre su ropa, entre su piel desgarrada mientras se frotaba salvajemente intentando en vano desprenderse de ese olor acre a sexo, a humedad, a noche, a frío; a coñac barato y a tabaco negro; a suciedad. Su propia suciedad.
La nieve caía de nuevo cuando, ahora sí mucho más serena, se encaminó hacia el hotel. Sin embargo el discurso que traía preparado y mil veces ensayado durante el corto trayecto se diluyó ante la mirada hostil que le dirigió Roy Crozier nada más cruzar el vestíbulo.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo has sido capaz de inventar algo tan sucio? Difamar de esta manera a un hombre respetable, aquejado además por la fiebre y el cansancio… Y encima, hacerlo público presentando una denuncia. ¡No tienes vergüenza! — la increpó, sin importarle lo más mínimo la presencia de varios clientes que asistían impávidos al espectáculo.
Escúchame Roy, por favor —Anke intentaba explicarse, pero las palabras se le atragantaban y solo lograba balbucear frases inconexas—, ¿cómo puedes juzgarme sin permitirme siquiera abrir la boca?
Fue lo único que acertó a pronunciar antes de que las lágrimas y la desolación pudieran con ella. Estaba perdida. No tenía ninguna prueba contra su agresor mientras que él, alegando una gripe galopante, se había fabricado la coartada perfecta. Cerdo, mentiroso… ¡Qué ingenua había sido! Entonces deseó no haber cedido al impulso huir, de librarse de cualquier vestigio, de no haber acudido a un médico, de haber arrojado a la chimenea su ropa desgarrada… No podía más. Incapaz de continuar, sintió como el mundo se quebraba justo bajo sus pies.
No es necesario que recojas tus cosas. Tu sustituta se ha encargado de ello —añadió Crozier, indicando con el mentón una pequeña caja sobre el mostrador pegada al inmenso jarrón de flores blancas que tantas noches le hiciera compañía.
Todos, salvo Crozier, la miraban apenados. Incluso el águila bicéfala que presidía el vestíbulo, como si repentinamente hubiera cobrado vida, parecía compadecerla mientras Anke con la mirada líquida abandonaba para siempre el delicioso hotel tirolés.
La vi de lejos. El martes pasado. Sí creo que era el martes el día 20. ¿A qué distancia, dice? Hombre, pues no me atrevo a precisarlo pero calculo que nos separarían unos 300 metros. Me encontraba al otro lado del Inn, al final del puente, a punto de tomar el camino hacia el Lago Negro. Ella estaba en la otra orilla. Una mujer sola apoyada en la barandilla verde que une los dos pedestales del arco. Al principio nada me llamó la atención. De pronto me giré. No. No sé qué me impulsó a ello. Parecía ensimismada contemplando el río. ¿Cómo podría saberlo? Solo lo imaginé. Las aguas bajaban furiosas, estallaban encabritadas contra la orilla y las piedras.
Un espectáculo fascinante. Cualquiera se hubiera quedado mirando algo así. Aunque jamás me hubiera fijado en ella de no ser por la cascada de rizos dorados que asomaban bajo su gorro. Sí, llevaba un gorro. Gris, marrón… No recuerdo el color. Me falla la memoria. Pero sí me acuerdo del resplandor de su pelo. Era increíble cómo brillaba, como encendido por el último rayo de sol de la tarde. Por eso me detuve. ¿La hora? Ya le digo, a punto de oscurecer; ya sabe que en invierno la noche cae a plomo. No, no había nadie más. La vi trepar por la parte más ancha del muro. Corrí hacia ella, gritando como un loco e intentando detenerla.
No llegué a tiempo. Cuando pude alcanzarla ya había saltado. Demasiado tarde. Ni siquiera pude verle la cara, sólo volar. Parecía un ángel. Me asomé al río, casi sin aliento. Un gorro oscuro como de lana se hundía lentamente. ¿De la mujer? Ni rastro. Su cuerpo se había desvanecido entre la espuma y la niebla. Me quedé helado. Eso fue todo. Terrible y misterioso. De veras inspector Böck, no recuerdo nada más.
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