El bucle
Te levantas, es tarde. Has dormido mal. Te duele la cabeza. Despacio, vas a la cocina. Piensas en todo y en nada, en ella… El bucle.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Tal vez por ello aún puedo recordar su cara de chico malo, sus brazos desafiantes reventando las mangas de una camiseta blanca; su sonrisa desvergonzada… Y lo mejor de todo –o lo peor, aunque entonces yo no podía saberlo–, esa mirada canalla entre salvaje y desvalida que me arrastraba cada día hacia abismos infinitos, narcotizantes, casi perversos, donde otra felicidad era posible.
Que te cuente cómo ocurrió…
Me pones en un serio aprieto, te advierto, porque para ello voy a tener que hablar de mí y eso me incomoda muchísimo. Me aburre, diría yo. Me intimida también. Más aun cuando todas las posibilidades apuntan a un inesperado viaje interior por regiones pantanosas y recuerdos prácticamente enterrados.
Sería sencillo charlar de banalidades: qué cené ayer, con quién pasé la tarde e incluso cómo me agobia tener que tomar el metro en hora punta o encerrarme en un centro comercial un sábado por la tarde (estrecheces que, por otro lado, procuro evitar casi tanto como este absurdo streeptease que tan insistentemente me reclamas desde que tu idolatrado hermano naufraga en las negras aguas que él mismo alborotó). Pero intuyo que tu pretensión va mucho más allá.
Y fíjate que jamás habría accedido a semejante disparate si no entendiera la desesperación que te mueve. Porque no, querido mío, no soy cruel. Ni siquiera despiadada. Tampoco soy tan fría e insensible como a veces trato de aparentar. Ni tan egoísta; o no más, al menos, que cualquier otro ser humano. Me conmueve tu desamparo, tu inquietud por encontrar un culpable. Aunque aquí buscas en vano, pues ese sentimiento tan kafkiano fue remplazado hace tiempo por otros mucho más poéticos como la emoción, el entusiasmo, el deseo, la pasión…
¡La pasión! ¡Esa demente deliciosa! Esa traidora que me arrojó sin piedad a una vida delirante junto a un Santiago cuyo ímpetu nublaba peligrosamente cualquier atisbo de cordura. Vale, está bien, tampoco yo opuse excesiva resistencia, aunque hoy no acierte a descifrar qué pudo cegarme de tal modo, inventándomelo tan fascinante. Ni siquiera cuando cierro los ojos logro comprender cómo pude caer en esa vertiginosa espiral de despropósitos.
Bueno, sí. Porque en asuntos masculinos siempre me he dejado llevar por la apariencia. Y el orgullo. Compañeros ambos tan arriesgados como adictivos y en constante pugna con una intuición mucho menos insensata aunque igualmente subjetiva. Tal vez por ello aún puedo recordar su cara de chico malo, sus brazos desafiantes reventando las mangas de una camiseta blanca; su sonrisa desvergonzada… Y lo mejor de todo –o lo peor, aunque entonces yo no podía saberlo–, esa mirada canalla entre salvaje y desvalida que me arrastraba cada día hacia abismos infinitos, narcotizantes, casi perversos, donde otra felicidad era posible.
Pero siempre hay un después. Un después decepcionante. Exiguo. Mucho más sórdido de lo que mi intuición creía sospechar. Un después tan estático como un paraje desolado donde la incomunicación se erige en reina absoluta. Y, ¿sabes?, si existe un detonante capaz de destruir de un plumazo todo aquello que un día me hizo vibrar de emoción es el silencio. Silencios premeditados, despectivos; silencios demoledores que, con un simple chasquido, desatan mi lado más oscuro e irascible; silencios ridículos provocados por cobardía, por un tratar de evitar enfrentamientos que sólo habitaban en su mente infantil; silencios que, lejos de aplacar sus temores, terminaron por desencadenar una tormenta irreversible de consecuencias devastadoras.
Porque una vez reventado el frágil muro que separa orgullo y dignidad, la marcha atrás se convierte en quimera y sólo es posible avanzar hacia a un túnel hostil donde casi todo vale. Porque en esos espacios indefinidos pintados de radicalidad, todo lo que no suma resta. Porque en esos lugares, de pronto, el gris ya no tiene cabida. Y si ese gris inconsciente se atreve a lanzarme un órdago, probablemente se tope con un estrepitoso pleno al blanco… Y una maleta en la puerta.
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