Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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La calle del Espejo II.

Espejos de su infancia, olor a trementina y aceites, a húmedos óleos, a libros antiguos y a barandillas floreadas… Contempla el final de ese maravilloso atardecer madrileño con la sonrisa aun dibujada en su boca mientras se deja atrapar de nuevo por el fluir incesante de sus pensamientos. Así, buceando entre cuadernos y diccionarios, aprovecha para enfrascarse otra vez en la escritura.

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Espejos de su infancia, olor a trementina y aceites, a húmedos óleos, a libros antiguos y a barandillas floreadas… Contempla el final de ese maravilloso atardecer madrileño con la sonrisa aun dibujada en su boca mientras se deja atrapar de nuevo por el fluir incesante de sus pensamientos. Así, buceando entre cuadernos y diccionarios, aprovecha para enfrascarse otra vez en la escritura.

Natasha tenía la costumbre de escribir de manera mecánica, sin pensar si aquello que llevaba al papel sería el inicio de una segunda novela corta o acabaría en la nada; aunque bien mirado, podría ser el final de un largo relato inconcluso y abandonado desde hacía meses. No lo tenía muy claro aunque tampoco le preocupaba en exceso. En alguna parte encajaría, de eso sí estaba segura. Simplemente se dejaba llevar por esos momentos de arrebato artístico -más bien, de arrebato mental- para plasmarlos en un papel o donde fuera, porque si no materializaba de inmediato sus desatinos terminaba olvidándolos o no encontraba el momento adecuado. ¡Cuántas veces había tenido ideas geniales que acabaron diluidas entre obligaciones y despistes! ¡Y qué rabia le daba no poder recordarlas! Así que se acostumbró a escribir cualquier ocurrencia en el mismo instante que surgía, si las circunstancias no se lo impedían, claro está. Desde luego, metódica no era en ningún aspecto de su vida, tampoco a la hora de escribir. Si Asimov levantara la cabeza huiría espantado ante semejante falta de disciplina y de orden.

¡Asimov! –exclama- ¿Y qué coño me importa a mi Asimov, si ni siquiera me gusta la ciencia ficción? Y sonríe otra vez al darse cuenta de cómo se están desviando sus pensamientos. Y mira sus bolis de colores, de muchísimos colores, salvo el negro -no soporta escribir con un bolígrafo negro-, sus cuadernos apilados y su libretita de emergencias. Sin embargo esa calurosa tarde ya convertida en noche se sorprendió al verse tecleando directamente sobre el ordenador.

Irene, sí… Cuando Natasha se asomó al balcón recordando la dulce infancia pasada al lado de su padre se encontraba escribiendo sobre lo encantadora y lo complicada que podía llegar a ser su gran amiga. Desde luego, la niñez de Irene no fue nunca tan dichosa como la suya. Al contrario, violencia, reproches y culpas forjaron un carácter indómito y rebelde aunque, paradójicamente, hicieron de ella una mujer sensible, comprensiva y educada, tal vez excesivamente tímida. Una debilidad que ocultaba -con un arte impresionante, por cierto- tras su simpatía y su conversación divertida y ocurrente. Sin duda, tenía un don especial que cautivaba a cualquiera; su sonrisa fascinante, su profunda mirada y su rapidez mental impedían atisbar la más mínima fragilidad porque, en realidad, Irene se había convertido en una verdadera experta en defensa personal.

Estaba escribiendo sobre Irene cuando se levantó confusa y disconforme. Definitivamente no le gustaba nada su personaje ni muchísimo menos el cariz que estaba tomando la supuesta discusión en su relato pero, sobre todo, no le gustaba el reflejo que estaba proyectando sobre la personalidad de su amiga.

No, no, no –se repetía Natasha, malhumorada- ella no es así, tan fría y tan distante. No. Ella es una mujer cálida y apasionada, cargada de sentimientos y llena de vida, un volcán en constante erupción. Sin embargo el diálogo sólo refleja una persona simple, vacua y estúpida, una especie de reprimida opusina, anticuada y cobarde. Bueno, hay que reconocer que algo cobarde sí es- y arrugó el ceño, reflexiva- cobarde y ciertamente complicada. Tratar de comprender los recovecos de su mente no es tarea fácil para nadie, desde luego: demasiadas inquietudes, anhelos y contradicciones que se suceden sin orden aparente, del mismo modo que la alegría, la chispa o ese finísimo sentido del humor inteligente y sutil que puede llegar a ser sarcástico si está lo suficientemente enfadada. Irene…, ¡tan tierna y compleja!

Y en el corazón de Natasha volvieron a enredarse los recuerdos: su padre, Irene, lo que nunca le contaron… Un tiempo tumultuoso… Necesitaba salir y pensar, abandonarse.  Dio un portazo, bajó los escalones de tres en tres y se encaminó, calle del Espejo para arriba, hacia el Café de los Austrias.

Reina, 13 de octubre de 2011

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