El bucle
Te levantas, es tarde. Has dormido mal. Te duele la cabeza. Despacio, vas a la cocina. Piensas en todo y en nada, en ella… El bucle.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
No podía imaginar que su ansia por devorar a hurtadillas los poemas de ese tal Neruda —de quien tanto había oído hablar escondida como una espía, cuando Pelayo y sus amigos se amontonaban en la trastienda para trapichear con la cultura— iba a desembocar en esa especie de callejón sin salida en el que ahora se encontraba. Pero cuando el azar se empeña en llevarnos la contraria no hay manera de frenarlo. Y ahí se veía pequeñita, perdida entre la inmensidad de su zozobra, muy superior a la que había calculado. Porque aunque se negaba a pensar en ello, no era el poeta chileno ni su lectura frustrada; ni la milagrosa arquitectura de libros escondidos desafiando al vacío, ni el maldito poli chulo que le había desbaratado la furtiva mañana.
No podía imaginar que su ansia por devorar a hurtadillas los poemas de ese tal Neruda —de quien tanto había oído hablar, escondida como una espía, cuando Pelayo y sus amigos se amontonaban en la trastienda para trapichear con la cultura— iba a desembocar en esa especie de callejón sin salida en el que ahora se encontraba. Pero cuando el azar se empeña en llevarnos la contraria no hay manera de frenarlo.
Y ahí se veía pequeñita, perdida entre la inmensidad de su zozobra, muy superior a la que había calculado. Porque aunque se negaba a pensar en ello, no era el poeta chileno ni su lectura frustrada; ni la milagrosa arquitectura de libros escondidos desafiando al vacío, ni el maldito poli chulo que le había desbaratado la furtiva mañana. Era Pelayo. Y su angustia iba mucho más allá de la que sintió aquella tarde cuando el mismo tipo con pinta de perdonavidas —que no era de los peores— y el colega rechoncho —que era un cabronazo— se llevaron a su hermano.
Y ahí se veía, llorosa y encogida, escudriñando tras un cristal cada vez más empañado el cielo rotundo de noviembre, los arbolillos pelados de la acera, al tal Pereira —que al final resultó no ser de los peores— atravesar la calle con altanería, la gabardina abrochada, un par de cajas colgando de cada brazo y las gafas oscuras encajadas en la cara.
Hasta que vio lo único que quería ver.
Entonces corrió por la calle desierta. Y antes de que él pudiera cruzar el umbral ya lo había hecho ella. Y antes de que él pudiera abrir la boca ya lo había arrastrado hasta el mostrador de madera después de empujar la puerta con el tacón. Y no le permitió más que una sonrisa cómplice antes de enterrarse en la oscuridad de una mirada que sabía a chocolate caliente, en el abismo de un abrazo que olía a lluvia y a verano, en la humedad furiosa de una lengua que manaba poesía. Porque cuando el azar se empeña en ponerse de nuestro lado es mejor no contrariarlo. Y mientras le besaba no quería saber, ni pensar, ni imaginar nada que estuviera a más de un centímetro de esas manos que se aferraban a su pelo, a su cara, a su espalda. No quería preguntar, pero al final lo hizo.
— Y ahora, ¿qué vamos a hacer? —se separó de él lo imprescindible para recuperar el aliento.
— Pues nada. De momento no podemos hacer nada. Bueno sí. Pagar el pedazo de multa que me van a poner antes de que precinten la librería. Y partirle la bocaza al capullo que la ha abierto más de la cuenta. Si logro averiguar quién es.
— Creo que puedo ayudarte. Aunque no me refería exactamente a eso…
— FIN —
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