Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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La librería de las letras olvidadas. III.

— Pero cuando el policía ese de ahí fuera me abordó —por qué es policía, ¿no?— se me congeló el valor… — A ver, Úrsula… Porque no me irás a decir que tampoco es tu verdadero nombre, ¿verdad? — Pelayo, abandonando por completo cualquier tratamiento formal, aprovechó su débil titubeo para recuperar un discurso coherente aunque los destellos de esos rizos castaños seguían turbándole como si fuera un chiquillo— Sí es un poli. De la Brigada Político Social. Pereira se llama, pero no te apures, él no es el problema. Lo conozco y no es de los peores. Pues no será de los peores, pensaba Úrsula sin abrir la boca, pero fue uno de los que detuvieron a mi hermano. Lo recordaba muy bien. Claro que a Ignacio no se le ocurrió nada mejor que apoyar las huelgas de los mineros asturianos y al final pasó lo que tenía que pasar.

… se repetía inútilmente mientras el bar giraba y era incapaz de seguir mirándole a los ojos.

—     Pero cuando el policía ese de ahí fuera me abordó —por qué es policía, ¿no?— se me congeló el valor…

—     A ver, Úrsula… Porque no me irás a decir que tampoco es tu verdadero nombre, ¿verdad? — Pelayo, abandonando por completo cualquier tratamiento formal, aprovechó su débil titubeo para recuperar un discurso coherente aunque los destellos de esos rizos castaños seguían turbándole como si fuera un chiquillo— Sí es un poli. De la Brigada Político Social. Pereira se llama, pero no te apures, él no es el problema. Lo conozco y no es de los peores.

Pues no será de los peores, pensaba Úrsula sin abrir la boca, pero fue uno de los que detuvieron a mi hermano. Lo recordaba muy bien. Claro que a Ignacio no se le ocurrió nada mejor que apoyar las huelgas de los mineros asturianos y al final pasó lo que tenía que pasar. Y ese Pereira —que no será de los peores— se lo llevó esposado mientras el colega rechoncho le iba dando empujones y algún que otro golpe con el puño cerrado sin que nadie moviera un dedo.

Mientras ella se debatía entre su imagen de mujer fatal y niña apocada, entre las ganas de contar el periplo de su hermano por los siniestros calabozos de la DGS y el instinto que le aconsejaba esperar, y mientras él naufragaba en el océano de su mirada caramelo el tal Pereira —que no era de los peores— irrumpió en el bar. Con las manos en los bolsillos y sin quitarse las gafas ahumadas atravesó en dos zancadas el espacio que separaba la puerta de la barra y pidió un carajillo. Se hizo un silencio sepulcral. Nadie se atrevía a rechistar, ni siquiera a moverse. Hasta las tazas parecían estar forradas de fieltro.

—     Igual es el momento de largarse.

—     Ni se te ocurra levantarte de la silla —susurró Pelayo conmovido ante tanta ingenuidad—, ¿no ves que nos tiene controlados? Además, estos nunca van solos. Déjamelo a mí.

No había acabado de pronunciar la última la sílaba cuando la alargada sombra del policía se dibujó sobre ellos.

—     Va a tener que acompañarme, señor Montero —masculló en tono desabrido tras examinar la documentación que ambos le entregaron. — Y a usted, señorita, más le valdría cuidar su reputación y sus relaciones si no quiere acabar en una celda. O peor.

Úrsula tiritaba como un pajarillo; no sabía si salir tras ellos, correr hacia su casa o quedarse allí esperando un milagro. Todo el mundo la ignoraba. Los escasos parroquianos desperdigados por el bar ni siquiera la miraban y el camarero se enfrascó en su fregoteo de vasos como si nada ocurriese. Sin apenas hacer ruido se acercó hasta el cristal enmarañado y pudo atisbar cómo, para su sorpresa, no había nadie más en la calle. Ni coche camuflado, ni grises, ni secuaces esperando cebarse con el pobre librero. Tan solo la lluvia y el taconeo tenebroso de Pereira se obstinaron en escoltar a Pelayo hasta la puerta de la tienda que abrió con parsimonia, sin intentar desasirse de la férrea presión que le oprimía el brazo.

La pequeña librería estaba situada en una estrecha bocacalle que terminaba en Princesa, a dos o tres manzanas de donde él vivía y a algo más de media hora de la casa de Úrsula. Pero ella, cuando tan alegremente había tomado el autobús casi tres horas antes, no podía prever el torbellino que estaba a punto de desbaratarle la vida.

Continuará […]

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