Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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La calle del Espejo.

Enciende un cigarrillo y admira extasiada el espectáculo único que le brinda el verano, la ciudad y una ansiada soledad. Le fascina Madrid, el verano en Madrid, su sol y su cielo, su inmensidad, el calor, la gran urbe y la vida que encierra. Lo aspira, lo siente, hace suyo ese instante único capaz de hacerle olvidar el mar, su mar; segundos sublimes que graba a fuego en su piel, en su alma. Afortunada ella que, llevando el sur y la sal en sus venas, se permite devorar la grandeza de la capital justo en los momentos más deseables.

Madrid

Pensando en poesía y en estirar las piernas, Natasha se asoma al pequeño balcón y se apoya en la baranda de forja para contemplar el maravilloso atardecer del verano en Madrid. Un mar de tejados rojizos y negros se dibujan sobre un cielo que poco a poco se difumina, cediendo su azul a los tonos anaranjados de un sol ya casi exhausto tras la batalla librada durante todo el día; un sol rebelde y persistente que, muy a su pesar, se rinde ante la suave penumbra de la noche retirándose lentamente. Al fondo, se alza la cúpula de la Capilla Real con su reluciente esfera dorada aún reflejando los últimos coletazos de ese sol tozudo que se resiste a marchar sin antes pronunciar la última palabra. Su vista apenas alcanza a percibir el asfalto gris recalentado por el tráfico incesante y el asfixiante mes julio madrileño. Ni falta que le hace; le basta el rumor de los motores y la bocina de algún que otro conductor impaciente por salir como una exhalación del recién estrenado semáforo en verde para detenerse en el siguiente, unos trescientos metros más allá. Se ríe en alto, ¡siempre le ha parecido tan ridícula esa actitud! Enciende un cigarrillo y admira extasiada el espectáculo único que le brinda el verano, la ciudad y una ansiada soledad. Le fascina Madrid, el verano en Madrid, su sol y su cielo, su inmensidad, el calor, la gran urbe y la vida que encierra. Lo aspira, lo siente, hace suyo ese instante único capaz de hacerle olvidar el mar, su mar; segundos sublimes que graba a fuego en su piel, en su alma. Afortunada ella que, llevando el sur y la sal en sus venas, se permite devorar la grandeza de la capital justo en los momentos más deseables. Afortunada y privilegiada dueña de un pequeño y coqueto ático en una de las zonas más bellas de la ciudad, en pleno centro. El legado de su padre, un hombre tan bohemio, divertido, culto, romántico e indisciplinado como la misma Natasha. El refugio de un artista que, como suele ser habitual, nunca fue profeta en su tierra. Pintor de Madrid, de sus calles y su luz, aprendiz de músico y amante de los versos, le dejó a su hija el mejor de los regalos: su amor por el arte, una inmensa cultura y el lindo estudio en la calle del Espejo. Calle de músicos y poetas, sinuoso paseo por la historia de un Magerit medieval, una pequeña travesía estrecha, ondulante y cargada de leyendas.

– Papá, ¿y dónde están los espejos? No veo ninguno— Natasha sonrió con nostalgia al recordar la expresión divertida de su padre cuando ella, siendo muy pequeñita, le hizo esta pregunta.

– Cuentan los historiadores que, tras el primer intento de conquista de Madrid por Ramiro II, los árabes construyeron alrededor de la ciudad una muralla sobre la que se alzaban varias atalayas. Desde ellas se podía divisar el campo y prevenir nuevos ataques cristianos. Esas torres en latín se llamaban specula— le explicó su padre mientras le pasaba el brazo por los hombros y la estrechaba contra él —. ¿Ves el muro que sobresale en aquel edificio? Se construyó muchos siglos después, alrededor de uno de esos ‘espejos’.

Reina, 30 de julio de 2011

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