Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
A mi izquierda la ciudad se diluye entre la calima. El cielo va perdiendo su peculiar azul transparente. Es junio en Madrid.
A mi izquierda la ciudad se diluye entre la calima. El cielo de Madrid va perdiendo su peculiar azul transparente. En la línea del horizonte los edificios se desdibujan transformándose en colinas difusas, casi etéreas. Como si una especie de quimera tomara mansamente las riendas de mis pensamientos, me dejo invadir por el sopor y el zumbido de los pequeños intrusos que revolotean sobre los macizos de flores rosas al borde del camino. El calor aprieta cada vez más. Es junio en Madrid.
Una súbita ráfaga de viento me devuelve a la realidad justo cuando un balón dorado y rojo irrumpe sobre mi libro. Su dueño, un muchacho torpe que babea y vocifera frases incoherentes, corre hacia mí destartalado. Debería estar vigilado, pienso mientras me incorporo de un salto y le lanzo la pelota lo más lejos posible. No quiero que se me acerque, me asusta; aunque probablemente sea más fruto de mi propia incapacidad que de la suya, el sentimiento no puede parecerme más mezquino.
Alguien lo llama, probablemente su madre. El chaval se evapora. La brisa recupera su cadencia. El parque sigue imperturbable bajo el sol de esa mañana de junio amable y luminosa que había salido a mi encuentro para recordarme la deliciosa quietud de mi propia existencia. Me bebo de un trago el agua de mi botella –demasiado caliente— y empiezo a escribir.
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