Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Cuatro siestas. I-Verano.

La calma y el bochorno han tomado la tarde; nada rompe el silencio salvo el monótono canto de las cigarras, las únicas que osan desafiar al sofocante verano. Nadie más se atreve a poner un pie en la calle.

La calma y el bochorno han tomado la tarde; nada rompe el silencio salvo el monótono canto de las cigarras, las únicas que osan desafiar al sofocante verano. Nadie más se atreve a poner un pie en la calle.

Mientras, en el interior de la silenciosa habitación un antiguo ventilador suspendido del techo balancea sus aspas con parsimonia agitando con pesadez el aire y las cortinas cerradas que regalan al sol un pequeño resquicio por donde colarse sin permiso y atisbar, descarado, el bello cuerpo de una mujer que dormita en su cama. Su desnudez ondula con suavidad en busca de un respiro, pero el calor no da tregua; todo languidece, el tiempo parece detenerse anestesiado por tan soporífera y calurosa tarde. Ella se revuelve de nuevo entre las sábanas de las que logra deshacerse y se queda quieta, al fin ha encontrado la postura. Suspira dulcemente, su expresión recupera el sosiego, sonríe a pesar del impertinente rayo de sol que acaricia su piel desnuda. O tal vez por esa caricia furtiva… ¿quién sabe? Sueña y murmura algo ininteligible, acaso un nombre masculino, y una ola de calor recorre su cuerpo, los 40 grados de un recuerdo mucho más poderoso que su propia cordura. Lentamente…, todo transcurre lentamente, adormecido y cansino. Todo, menos el recuerdo.

21 de junio de 2011. Reina

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Relatos

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