Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Arcones secretos

Una de esas noches de principios de julio. Una de esas noches sofocantes y dulces.

«Y te adoro, te adoro a ojos cerrados
tú mi extravío, tú todo mi vértigo.
En la enciclopedia encrucijada
de tus piernas se pierden sin remedio mis ojos».

Al mal. Ana Rosetti

Noche de verano. Tórrida. Un aire asfixiante que se puede cortar, húmedo, denso. Una de esas noches de principios de julio que Blanca adora, una de esas noches por las vendería su alma al diablo para que fueran infinitas. Una de esas noches sofocantes y dulces. De esas, sí… Lo que ella ignora, lo que nadie le había advertido es que esa noche la tierra se iba a derretir bajo sus pies y que nunca, nunca en su vida había deseado ni iba a volver a desear la eternidad tan intensamente.

Un bar. Olor a vainilla y canela. Humo. Él. Esperando en la barra, cerveza, vaqueros desgastados, camiseta blanca, las mangas enrolladas sobre los codos, moreno. Música suave, sensual, un piano.

Meses de miradas furtivas y sonrisas cruzadas, clandestinas. Un juego canalla y prohibido. Un juego devastador.

Blanca avanza trémula, tratando de disimular su nerviosismo clavando los tacones en el suelo, sonriendo, inconsciente de la humedad de sus labios y la lumbre de sus ojos. Jaime sí, es consciente de todo ello. Es consciente y siente la descarga abrasadora de esa boca roja que besa su mejilla.

Voluntades quebradas por el deseo. Anhelos rechazando cualquier atisbo de sensatez. Esquivan la realidad con sexo soñado, mecidos entre música y neblina.

Alargando la pasión, desmenuzando secretos, huyendo, volviendo, vibrando.

Hablan para silenciar la culpa, tratando de impedir lo inevitable. Hablan para eternizar lo efímero, tratando de detener el mundo en un segundo interminable.

— Fue una tarde lóbrega y desapacible; yo estaba helada y el corazón me brincó en el pecho al descubrir que el temblor de mis manos no se debía al frío sino al calor de las tuyas cuando se rozaron en esa humeante y ardiente taza de té. Dios mío, no. Dios mío, no. Esto no puede ser. Esto no puede estar pasando. Esto no me puede suceder a mi. Y seguí negándolo al marcharme. Dios mío, no. Y lo negué después, cuando no estabas. Y luego, cuando te volví a ver y me acerqué a ti desencadenando la misma reacción en tu cuerpo  -Dios mío, no, no es cierto- y sonreí. Y no quise pensar en el pánico que me estaba dando todo aquello.

— Fue una noche. Salimos todos, un grupo grande. Te miraba bailar y me entraron una ganas terribles de partirle la cara al tipo que quiso invitarte a una copa porque le gustaba tu sonrisa y tu forma de moverte. Y le hubiera roto la nariz allí mismo porque yo sentía lo mismo y no me atrevía a decírtelo. Y rechazaste su copa y te bebiste mi mirada y me cogiste la mano sin que nadie se diera cuenta y pensé —como un cobarde porque me acojoné— mejor dejar las cosas como están, esto es un lío de puta madre… Pero tú no estabas dispuesta a dejarlo y yo deseaba dejarme arrastrar.

Hablan para sofocar el fuego inextinguible que sus palabras avivaban.

Reina. 13 de febrero.

(…) Continuará

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