El bucle
Te levantas, es tarde. Has dormido mal. Te duele la cabeza. Despacio, vas a la cocina. Piensas en todo y en nada, en ella… El bucle.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
En Madrid no es primavera hasta que junio te empuja a enfilar el parque temprano, antes de que los excursionistas urbanos adopten su condición de horda, tomando por asalto el espacio reservado a la poesía. ☞
Hay días así. Azules, blanditos. Días esponjosos que huelen a oxígeno, a cruasán de mantequilla, a libro de papel, a ratos de infancia. ☞
Es abril y llueve. Camuflada tras un visillo miro la lluvia caer y pienso. Y entonces recuerdo otra mañana igual de lluviosa y agreste, cuando no estaba en casa, sino en la calle. ☞
Porque ella ya está allí. Como cada día, la mendiga ha desplegado todo su material de guerra callejero: la silla, el vaso de plástico, las mantas de colorines sobre las piernas. La escena ya es rutina. ☞
Hay días desordenados, furiosos. Sucios, sombríos o apagados; grises, tal vez negros. Días perversos en los que nada sucede. O sucede demasiado y entonces te consume la urgencia. ☞
Aprendí a leer a los cinco años. Mi madre asegura que a los cuatro le leía cuentos a mi hermano pequeño. ☞
Aunque se esforzaba por adivinar cómo había llegado hasta allí, solo veía una luz irreal, la nieve amontonada a ambos lados de la acera, la indiferencia del policía ☞
La noche del 19 de noviembre, el silencio reinaba en el pequeño hotel de Kitzbühel. Anke dormitaba apoyada sobre el mostrador… ☞
A mi izquierda la ciudad se diluye entre la calima. El cielo va perdiendo su peculiar azul transparente. Es junio en Madrid. ☞
Y cambias el libro por una cerveza y el sofá por una silla metálica. Y el sol sigue ahí. Y es más cálido de lo pensabas porque ya es marzo. ☞
No podía imaginar que su ansia por devorar a hurtadillas los poemas de ese tal Neruda —de quien tanto había oído hablar escondida como una espía, cuando Pelayo y sus amigos se amontonaban en la trastienda para trapichear con la cultura— iba a desembocar en esa especie de callejón sin salida en el que ahora se encontraba. Pero cuando el azar se empeña en llevarnos la contraria no hay manera de frenarlo.
Y ahí se veía pequeñita, perdida entre la inmensidad de su zozobra, muy superior a la que había calculado. Porque aunque se negaba a pensar en ello, no era el poeta chileno ni su lectura frustrada; ni la milagrosa arquitectura de libros escondidos desafiando al vacío, ni el maldito poli chulo que le había desbaratado la furtiva mañana. ☞
— Pero cuando el policía ese de ahí fuera me abordó —por qué es policía, ¿no?— se me congeló el valor…
— A ver, Úrsula… Porque no me irás a decir que tampoco es tu verdadero nombre, ¿verdad? — Pelayo, abandonando por completo cualquier tratamiento formal, aprovechó su débil titubeo para recuperar un discurso coherente aunque los destellos de esos rizos castaños seguían turbándole como si fuera un chiquillo— Sí es un poli. De la Brigada Político Social. Pereira se llama, pero no te apures, él no es el problema. Lo conozco y no es de los peores.
Pues no será de los peores, pensaba Úrsula sin abrir la boca, pero fue uno de los que detuvieron a mi hermano. Lo recordaba muy bien. Claro que a Ignacio no se le ocurrió nada mejor que apoyar las huelgas de los mineros asturianos y al final pasó lo que tenía que pasar. ☞
— ¿Sigue ahí?
— ¿El tipo la gabardina? —contestó mientras encendía un cigarrillo con la única esperanza de aplazar el momento de explicarle a la chica el trajín furtivo que se cocía en la trastienda— Imperturbable.
Como si le hubiera leído el pensamiento Úrsula se acercó a él, se quitó las gruesas gafas de pasta negra que hasta entonces había llevado como parte de su fisionomía, dejó la taza de café negro sobre la mesa y con un gesto desenvuelto impropio de ella tomó la cajetilla que Pelayo aún sostenía entre las manos.
— Puedo, ¿verdad? —su voz pausada era casi un susurro.
Desconcertado, asintió con la cabeza y sólo atinó a alcanzarle el mechero. ☞
No corren buenos tiempos para la literatura en este país famélico, gazmoño y tan escaso de cultura —amén de necesidades mucho más apremiantes— como sobrado de prejuicios y represión, cavilaba Pelayo subiéndose el cuello de abrigo para protegerse de la fina lluvia de noviembre que empapaba de gris y melancolía el domingo madrileño. Agachó la cabeza, apretó el paso pues aquello arreciaba adornado además con la danza rojiza de la hojarasca que se arremolinaba al son del viento. Allí estaba apostado en la esquina, impasible, como si el frío y la lluvia no fueran con él. Pasó por su lado ignorando su presencia y bastante desconcertado ante la pasividad del policía que ni siquiera hizo ademán de detenerle. ☞