Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Sor Juana Inés de la Cruz, la monja díscola.

Sor Juana Inés de la Cruz nació en San Miguel Nepantla en 1651. Aprendió a leer a los tres años y se negó a seguir las normas sociales del siglo XVII.

Sor Juana Inés de la Cruz, la monja díscola

Juana Inés de Asuaje y Ramírez de Santillana nació en San Miguel Nepantla en 1651. Algunos de los biógrafos y estudiosos de su letras aseguran que fue en 1648. Claro que es absurdo perder el tiempo discutiendo sobre la fecha exacta de su nacimiento. Qué más da un intervalo temporal tan minúsculo frente a la inmensidad de aquella mujer superdotada que se puso el mundo por montera y nos dejó semejante legado literario y humano. Además, este baile de fechas no afecta ni a los estudios sobre la biografía de sor Juana Inés ni a la valoración de su obra.

Lo cierto es que la pequeña Juana nunca fue una niña corriente. Hija natural de madre criolla, analfabeta, y el militar español Pedro de Asuaje y Vargas Machuca, aprendió a leer a muy corta edad (hacia los tres años). No le bastó con eso. Ella quería aprender más, estudiar. Para una mujer, intentar saciar su sed de conocimiento durante el virreinato era una misión ardua, casi imposible.

Nadie iba a ponerle fácil el acceso a la cultura, así que se las ingenió para sortear todos los obstáculos: se hizo pasar por hombre para matricularse en la universidad, se negó a asumir el papel de esposa y madre que le reservaba la tradición y dedicó su vida al estudio y la escritura. También llevó a cabo experimentos científicos, compuso obras musicales y reivindicó el derecho de las mujeres a la educación y al ejercicio de las letras, las ciencias y las artes.

El convento fue la única salida que la sociedad del XVII le proporcionó para escapar del matrimonio y todo lo que significaba entonces: sometimiento, dependencia y parir y cuidar hijos hasta reventar. En Juana no hay mística religiosa ni unión con Dios. No es la fe lo que le mueve a encerrarse de por vida, sino el deseo de pensar. La necesidad de mantener su independencia intelectual y personal.

Allí, entre las paredes de la mística —carmelita primero, jerónima después— logró mantener lo que tanto ansiaba: un espacio para sí misma.

«Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”.

Las Jerónimas le dieron libertad. Pudo reunir en su celda una biblioteca con más de 4000 volúmenes, que convirtió en un punto de encuentro cultural. Ya hubieran querido los cafés de tertulias de los siglos venideros aproximarse al intercambio ideológico que allí sucedía.

Pero ni siquiera el claustro le libró de la persecución, la censura, las imposiciones sociales y el canon patriarcal. Era Juana demasiado intensa y peligrosa para los guardianes del pensamiento plano. Su aura demasiado potente para encadenarse a los muros monjiles que la cobijaban. Sus textos lo suficientemente subversivos para pasar de puntillas ante las fauces de los depredadores culturales. Y los tentáculos de la inquisición demasiado largos para consentir tales desmanes intelectuales.

Fue precisamente su confesor y mentor, Antonio Núñez de Miranda, uno de sus críticos más duros. Le reprochaba constantemente su afición a “los temas mundanos”. Sor Juana Inés no se replegaba. Al contrario, desataba la ira de jesuita día tras día. De él se libró gracias al apoyo María Luisa Gonzaga Manrique de Lara. La relación entre la monja y la virreina también fue objeto de controversia, sobre todo siglos después, cuando se elucubraba sobre el alcance de una amistad muy poco convencional.

De hecho, los poemas (casi 50) que sor Juana escribió a María Luisa fueron recopilados hace un par de años por Sergio Téllez-Pon. Un amar ardiente es título de la obra sobre los desvelos amorosos de ambas mujeres. La lírica es tan intensa como su relación, una especie de amor platónico más vinculado a la inteligencia que a lo físico.

“Yo adoro a Lisi, pero no pretendo que Lisi corresponda mi fineza; pues si juzgo posible su belleza, a su decoro y mi aprehensión ofendo”.

Ya antes, en 1982, Octavio Paz indagó en la mente y la fascinante personalidad de sor Juana Inés de la Cruz. Al nobel mexicano siempre le sedujo “la perfección de la obra y el carácter enigmático de la vida” de sor Juana. El autor no sólo escudriña en la existencia, el intelecto y las motivaciones de su protagonista, incide también en el contexto social e ideológico que la rodeaba: las restricciones, el papel femenino, el poder, los valores culturales masculinos, el enfrentamiento.

Las autoridades son más rigurosas con esta mujer, que se ha hecho monja para poder pensar, que con sus contemporáneos varones: Góngora, Lope, por ejemplo, son malos sacerdotes, desordenados y lujuriosos, y son perdonados. Sor Juana no es una monja desordenada: es una monja díscola, y con ella son implacables”, escribió Paz.

Aparte de la vida tan inusual, del carácter indisciplinado, del desafío a lo supuestamente correcto, de la astucia para eludir lo que de ella se esperaba y del modo tan heterodoxo en que enfocó su aversión al sometimiento, la obra de sor Juana Inés de la Cruz es un referente de la poesía del Barroco y un anticipo del pensamiento ilustrado del siglo siguiente.

Escribió mucho y variado. Plasmó en sus textos todo el conocimiento que fue capaz de absorber (y fue mucho), su manera de cuestionar el mundo, el amor, la figura femenina y la culpa, esa maldita que le persiguió hasta el último de sus días, pese a mantener una guerra perenne e implacable contra ella. Además de poesía y prosa valiente, escribió dos obras de teatro, Los empeños de una casa‘ y Amor es más laberinto. Son comedias de enredos, inteligentes y satíricas, plagadas de connotaciones mitológicas e históricas.

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