Mary MacLane (1881-1929) nació en Winnipeg (Canadá). Poco después su familia se mudó a Butte, Montana. Con ella, claro. Un reducto minero y provinciano, insoportable para la ambición y la potencia vital de aquella joven que a los diecinueve años decidió poner por escrito un Retrato lo más completo y franco de su persona en Deseo que venga el Diablo, su primer libro. No hay que perder de vista el detalle de la edad antes de dejarse llevar por el desconcierto que provoca su inicial autobombo. No se corta un pelo. Lo cierto es que, según se avanza en lectura, si la niña MacLane tenía o no tenía abuela carece de importancia. Su enérgica voz literaria eclipsa cualquier clase de rechazo ante su narcisismo adolescente.
Excéntrica y divertida, su escritura incendiaria parece el regreso del Rimbaud de Una temporada en el Infierno. Sin embargo su inspiración primaria venía de Ucrania. De la pintora y escritora Marie Bashkirtseff, cuyas memorias pusieron patas arriba las ideologías europeas del XIX. Al igual que Mary (y después Silvia Plath), la ucraniana quería, fama, quería éxito, vivió con una intensidad inusitada —yo querría verlo todo, tenerlo todo, abrazarlo todo, confundirme con todo—, pero en vez de pactar con Dios, MacLane prefirió hacerlo con el diablo: «Ojalá nunca me convierta, ¡horror!, en un animal tan normal y despiadado, en esa monstruosidad deforme: la mujer virtuosa. Lo que sea, Diablo, menos eso».
No lo fue. Una mujer virtuosa. Por fortuna. Esa era la idea: despojarse de las inhibiciones, las imposiciones sociales, partir en busca de una felicidad real, lejos de la asfixia del diminuto pueblo canadiense donde creció. No estaba dispuesta a amoldarse. De hacerlo se hubiera roto. Su camino se cruzaba con el de la incorrección, el escándalo y la irreverencia. La niña terrible de Canadá se alimentaba de versos y rebeldía, de libertad en llamas, de lirismo desmedido, de ironía, de sinceridad, de vísceras, desarraigo familiar –no existe la más mínima simpatía entre mi familia más cercana y yo. Y nunca podrá haberla— y reputaciones dañadas. De insatisfacciones también. Todo ello lo escupe sobre papeles en blanco, tras recorrer kilómetros y kilómetros de aridez —la de Butte y sus alrededores— y gente anodina.
Tras el éxito de ventas y crítica, se mudó a Nueva York y comenzó a escribir artículos basados en sus vivencias y opiniones para el New York Tribune. Uno de ellos, Men who have made love to me, fue llevado al cine por la productora Essanay Studios. Mary representó de forma impecable el papel de sí misma. Su segundo libro, My Friend Annabel Lee se publicó en 1903 (por lo visto fue un fiasco) y en 1917 el tercero y último, Yo, Mary MacLane. Murió joven y en extrañas circunstancias en una pensión cutre de Chicago. Poco después el eco de sus letras se apagó. No el legado de su espíritu salvaje.
Fueron las feministas de los setenta quienes recuperaron su voz literaria apasionada y directa, su insolencia y sensibilidad, su fascinante vida, su trágico fin. La elogiaron como una escritora apasionada e intrigante y Patricia Meyer, en Spacks The Female Imagination (1975), dedicó a MacLane un capítulo como la artista creadora de un espacio propio de expresión al margen del contexto social diseñado para las mujeres: marido, casa, cocina, niños. Ella cumplió la promesa que le hizo al diablo, jamás se casó y se portó lo suficientemente mal para alcanzar la fama, la independencia, el éxito.