Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Leyendo a Clarice Lispector.

Clarice Lispector fue una mujer rodeada de misterio. De origen judío ucraniano, llegó a Recife (Brasil) con los dos meses de vida. Su condición de inmigrante, una madre enferma y la pobreza inicial de su familia definieron su mundo literario.

Clarice Lispector

Tuvo un cuarto propio y también su propio espacio en la prensa. Escribió crónicas en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Estudió Derecho en Río. Publicó su primera novela a los 21 años. Se casó con 23 y se divorció dieciséis años después porque se sentía “domesticada”. Clarice Lispector fue una mujer rodeada de misterio. De origen judío ucraniano, llegó a Recife (Brasil) con dos meses de vida. Su condición de inmigrante, una madre enferma y la pobreza inicial de su familia definieron su mundo literario. Intimismo, ironía y ritmo, un estilo muy personal, inclasificable y transgresor. Desde niña tuvo el “deseo de pertenecer” y la culpa de no haber podido salvar la vida de su madre. Pero no encajaba. No sólo por su belleza exótica, sino por su brillantez e inteligencia, su espíritu salvaje, su visión del mundo.

No pudo, con las historias que inventaba, salvar a su madre de la sífilis que le contagiaron sus violadores, militares, partícipes de los pogromos estalinistas contra los judíos. Por ello escribía —dijo—, para salvarse a sí misma, para burlar la realidad, para descifrar la vida, para intentar responder a la eterna pregunta —“¿qué hago en este mundo?”— que le persiguió desde la adolescencia. Sin embargo, a ella, a la esfinge de Río de Janeiro, no hubo manera de descifrarla: no le gustaba la vida pública ni hablar de sí misma, no concedía entrevistas. Hubo incluso quien pensó que Clarice era un seudónimo que ocultaba una identidad masculina.

Sus historias son jirones de una existencia desdoblada; sus cuentos, trizas escritas en primera persona sin ser ella un personaje (o sí). Heridas cargadas de sangre y simbolismo, pero también de esperanza y sensaciones intensas.

Lean:

Mistério em São Cristóvão. Originalmente publicado en Alguns contos (1952), reimpreso en Laços de família (1960).

      «Una noche de mayo —los jacintos rígidos cerca de la ventana— el comedor de una casa estaba iluminado y tranquilo.

       Alrededor de la mesa, por un instante inmovilizados, se encontraban el padre, la madre, la abuela, tres niños y una jovencita delgada de diecinueve años. El rocío perfumado de São Cristóvão no era peligroso, pero la manera en que las personas se agrupaban en el interior de la casa tornaba arriesgado lo que no fuese el seno de una familia en una noche fresca de mayo. No había nada de especial en la reunión: se acababa de cenar y se conversaba alrededor de la mesa, los mosquitos en torno a la luz. Lo que hacía particularmente opulenta la cena, y tan abierto el rostro de cada persona, es que después de muchos años finalmente casi se palpaba el progreso en esa familia: pues en una noche de mayo, después de la cena, he aquí que los niños han ido diariamente a la escuela, el padre mantiene los negocios, la madre trabajó durante años en los partos y en la casa, la jovencita se está equilibrando en la delicadeza de su edad, y la abuela alcanzó un modo de estar. Sin darse cuenta, la familia miraba feliz la sala, vigilando el singular momento de mayo y su abundancia.

       Después cada uno fue a su habitación. La anciana se tendió en la cama gimiendo con benevolencia. El padre y la madre, cerradas todas las puertas, se acostaron pensativos y se durmieron. Los tres niños, escogiendo las posiciones más difíciles, se durmieron en tres camas como en tres trapecios. La jovencita, con su camisón de algodón, abrió la puerta del cuarto y respiró todo el jardín con insatisfacción y felicidad. Perturbada por la humedad olorosa, se acostó prometiéndose para el día siguiente una actitud enteramente nueva que estremeciera los jacintos e hiciera que las frutas se conmovieran en las ramas, y en medio de sus meditaciones se durmió. Pasaron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas —los niños suspendidos en el sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres cansados, la jovencita adormecida en mitad de su meditación—, se abrió la casa de una esquina y de allí salieron tres enmascarados. 

       Uno era alto y tenía la cabeza de un gallo. Otro era gordo y estaba vestido de toro. Y el tercero, más joven, por falta de imaginación, se había disfrazado de caballero antiguo poniéndose una máscara de demonio, a través de la cual aparecían sus ojos cándidos. Los tres enmascarados cruzaron la calle en silencio.

       Cuando pasaron por la casa oscura de la familia, el que era un gallo y era dueño de casi todas las ideas del grupo se detuvo y dijo: —Miren eso.

       Los compañeros, que se habían vuelto pacientes por la tortura de la máscara, miraron y vieron una casa y un jardín. Sintiéndose elegantes y miserables, esperaron resignados que el otro completara su pensamiento. Finalmente el gallo agregó: 
       —Podemos recoger jacintos.

       Los otros dos no respondieron. Aprovecharon la parada para examinarse desolados y buscar un medio de respirar mejor dentro de la máscara. 

       —Un jacinto para que cada uno lo prenda a su disfraz —concluyó el gallo. 

       El toro se agitó inquieto ante la idea de un adorno más para tener que protegerlo en la fiesta. Pero, pasado un instante en que los tres parecían pensar profundamente para decidir, sin que en verdad pensaran en nada, el gallo se adelantó, subió ágilmente por la reja y pisó la tierra prohibida del jardín. El toro lo siguió con dificultad. El tercero, a pesar de vacilar, de un salto se encontró en el propio centro de los jacintos, con un golpe débil que hizo que los tres aguardasen asustados: sin respirar, el gallo, el toro y el caballero del diablo escrutaron en la oscuridad. Pero la casa continuaba entre tinieblas y sapos. Y, en el jardín sofocado de perfume, los jacintos se estremecían inmunes.

       Entonces el gallo avanzó. Podría agarrar el jacinto que estaba más próximo. Los mayores, no obstante, que se erguían cerca de una ventana —altos, duros, frágiles—, titilaban llamándolo. El gallo se dirigió hacia éstos de puntillas, y el toro y el caballero lo acompañaron. El silencio los vigilaba. 

       Apenas había quebrado el tallo del jacinto mayor, el gallo se interrumpió, helado. Los otros dos se detuvieron con un suspiro que los sumergió en el ensueño. 

       Detrás del vidrio oscuro de la ventana había un rostro blanco, mirándolos.

       El gallo se inmovilizó en el gesto de quebrar el jacinto. El toro quedó con las manos todavía levantadas. El caballero, exangüe bajo la máscara, había rejuvenecido hasta encontrar la infancia y su horror. El rostro detrás de la ventana, miraba. Ninguno de los cuatro sabría quién era el castigo del otro. Los jacintos cada vez más blancos en la oscuridad. Paralizados, ellos se miraban. 

       La simple aproximación de cuatro máscaras en una noche de mayo parecía haber repercutido en huecos recintos, y otros más, y otros más que, sin un instante en el jardín quedarían para siempre en ese perfume que hay en el aire y en la permanencia de cuatro naturalezas que el azar había indicado, señalando lugar y hora: el mismo azar preciso de una estrella candente. Los cuatro, venidos de la realidad, habían caído en las posibilidades que hay en una noche de mayo en São Cristóvão. Cada planta húmeda, cada cascote, los sapos roncos aprovechaban la silenciosa confusión para situarse en mejor lugar…, todo en la oscuridad era muda aproximación. Caídos en la celada, ellos se miraban aterrorizados: había sido saltada la naturaleza de las cosas y las cuatro figuras se miraban con alas abiertas. Un gallo, un toro, el demonio y un rostro de muchacha habían desatado la magia del jardín… Fue cuando la gran luna de mayo apareció.

       Era un toque peligroso para las cuatro imágenes. Tan arriesgado que, sin un sonido, cuatro mudas visiones retrocedieron sin desviar la vista, temiendo que en el momento en que no aprisionaran por la mirada nuevos territorios distantes fuesen heridos, y que, después de la silenciosa caída, quedaran los jacintos dueños del tesoro del jardín. Ningún espectro vio desaparecer a otro porque todos se retiraron al mismo tiempo, lentamente, de puntillas. Y apenas se había roto el círculo mágico de los cuatro, libres de la mutua vigilancia, la constelación se deshizo con horror: tres sombras saltaron como gatos las rejas del jardín, y otra, temblorosa y agrandada, se alejó de espaldas hasta el marco de una puerta, de donde con un grito se echó a correr.

       Los tres caballeros enmascarados, que por funesta idea del gallo pretendían constituirse en una sorpresa en un baile alejado del carnaval, fueron un éxito en medio de la fiesta ya comenzada. La música se interrumpió y los bailarines todavía enlazados, en medio de las risas, vieron a tres máscaras ansiosas pararse a la puerta como indigentes. Por fin, después de varios intentos, los invitados tuvieron que abandonar el deseo de convertirlos en reyes de la fiesta porque, asustados, los tres no se separaban: un alto, un gordo y un joven, un gordo, un joven y un alto, desequilibrio y unión, los rostros sin palabras debajo de tres máscaras que vacilaban, independientes.

       Mientras tanto, la casa de los jacintos se había iluminado toda. La jovencita estaba sentada en la sala. La abuela, con los cabellos blancos trenzados, sujetaba un vaso de agua, la madre alisaba los cabellos oscuros de la hija, mientras el padre recorría la casa. La jovencita no sabía explicar nada: parecía haberlo dicho todo con su grito. Su rostro se había empequeñecido, claro: toda la construcción laboriosa de su edad se había deshecho, ella era nuevamente una niña. Pero en la imagen rejuvenecida de más de una época, para horror de la familia, había aparecido un hilo blanco entre los cabellos de la frente. Como persistiera en mirar en dirección a la ventana, la dejaron reposar sentada y, con candelabros en la mano, estremeciéndose de frío bajo el camisón, salieron de expedición por el jardín. 

       En breve las velas derramaban su luz bailando en la oscuridad. Trepadoras aclaradas se encogían, los sapos saltaban iluminados entre los pies, los frutos se desmoronaban por un instante entre las hojas. El jardín, despertando de su sueño, por momentos se engrandecía, por momentos se extinguía; las mariposas volaban sonámbulas. Finalmente la anciana, buena conocedora de los canteros, señaló la única marca visible en el jardín que se rehuía: el jacinto aún vivo, roto por el tallo… Entonces era verdad: algo había sucedido. Volvieron, iluminaron toda la casa y pasaron el resto de la noche esperando. 

       Solamente los tres niños aún dormían profundamente. 

       La jovencita poco a poco fue recuperando su edad. Solamente ella vivía sin escrutarlo todo. Pero los otros, que nada habían visto, se volvieron atentos e inquietos. Y como el progreso en aquella familia era frágil producto de muchos cuidados y de algunas mentiras, todo se deshizo y tuvo que rehacerse casi desde el comienzo: la abuela nuevamente pronta a ofenderse, el padre y la madre fatigados, los niños insoportables, toda la casa pareciendo esperar que una vez más la brisa de la opulencia soplase después de una cena. Lo que quizá sucedería en otra noche de mayo».

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