Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Carmen Martín Gaite, posiblemente mi escritora favorita.

Carmen Martín Gaite es una de las dos mujeres que me mostraron cómo se educa el oído, cómo se conjuga el verbo narrar. La otra, Ana María Matute.

Carmen Martin Gaite firmando libros en 1995

Referentes literarios tengo muchos en mi vida. Desde que agarré por primera vez un libro entre las manos —ni siquiera sospechaba que sabía leer—, he tenido el tiempo y la fortuna de hacerme con un buen elenco de autores imprescindibles. No siempre han sido los mismos. Los años, la experiencia y la avidez enfermiza por las letras han transformado esa lista constantemente. Sin embargo, son pocos los incondicionales que han salido de ella.

Esa manía de leer a otros —novela, sobre todo, también teatro y ensayo. Por ese orden—, doblar esquinas, subrayar y llenar libretas de frases perfectas, chorreos delirantes y recursos ajenos ha ido puliendo mis gustos. Reafirmándolos también. Podría volverme loca e intentar escribir el inventario de mis autores favoritos. Me voy a limitar a hablar de una de las dos mujeres que me mostraron cómo se educa el oído, cómo se conjuga el verbo narrar, cómo de entre todas las palabras posibles, se elige la precisa, la más eficaz, la certera. Aunque eso aún no he aprendido a llevarlo al papel. Una es Carmen Martín Gaite. La otra, Ana María Matute.

Ambas pertenecen a una generación en cuya obra podemos encontrar rasgos comunes, seguramente definidos por una época demoledora para el ingenio, la independencia y el desarrollo intelectual femenino. No precisamente porque cayeran en la fosa gris donde el clan falangista de la Sección Femenina —liderado por Pilar Primo de Rivera— pretendió enterrar a un par de generaciones de mujeres. Al contrario. Con elegancia, ironía, perspicacia e inteligencia sublime burlaron todas las restricciones de la censura y la propaganda oficial. Con sus letras hicieron añicos los estereotipos de mujer pasiva, inculta y sumisa.

Josefina Aldecoa, Carmen Laforet también militaban en ese escuadrón insubordinado de escritoras aparentemente integradas en el rol obediente reservado al género femenino. Y no. Todas ellas fueron promotoras, como por descuido, de un cuarto aparte donde mantener a salvo su inteligencia, su parcela interior. Ante sus ojos desfilaba el mundo impuesto como un espectáculo distante y así, como entre visillos, se atreven a desafinar, a pensar por sí mismas. Con impotencia, a veces. También con el orgullo de saberse indoblegables.

Carmen Martín Gaite plasma en sus novelas el mundo opresivo contra el que se rebelaba. Sin aullidos ni exhibiciones zafias. No necesita esas artimañas para mostrarse implacable. Las mujeres, la soledad, la rigidez de la vida española, las reivindicaciones feministas ajenas a los tópicos, la memoria, la libertad, salpican toda su obra. No toda ella es autobiográfica, pero su experiencia vital es una constante fuente de inspiración, una metáfora de sus inquietudes, de sus preguntas sin respuesta.

La mayoría de sus heroínas sufren “brotes de inconformismo” velado por las presiones familiares que intentan apartarlas de la tentación de la calle —entiéndase “calle” como un recinto sin ataduras, no el lugar reservado a la prostitución y otras mierdas—. No hay nada como la calle, el cine o los libros para invocar la naturaleza salvaje que detesta los lazos agobiantes. También sirve mirar por la ventana. No es tan liberador, pero basta cuando el invierno arrecia. Porque “nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos”.

Me gusta caminar con ella por Madrid. Instalarme a su lado en un vagón de metro atestado, mientras me explica cómo se consigue bajar al bosque desde ese lugar oscuro que yo detesto con especial cariño. Largarme con ella a respirar, a tomar aire, a seguir mirando el entorno social (el mío, muy diferente al de ella) desde fuera. Como lo hacía cuando era una niña, pero sin la angustia caótica de entonces. Me fascina entender que comparto con Carmiña mis ansias de anonimato, casi de invisibilidad. Fundirme en esa vida, al margen, de la gente que pasea sin rumbo, sólo para husmear en las historias de los otros. Observándolos.

Martín Gaite no sólo es experta en “viajes subterráneos”. También sabe mucho de “chicas raras” y “mujeres ventaneras”. Lo dejó bien patente en su colección de ensayos —sí, también escribió ensayos, poesía, teatro. Y cartas. Antes de internet, la gente escribía cartas, incluso mal—, Desde la ventana. A partir de la cuestión sobre si existe o no un particular modo de escritura femenina, la autora analiza la evolución literaria de las ventaneras españolas, su manera de esquivar las imposiciones sociales y mantener a buen recaudo su espacio interior, el contexto de sus sueños, intacta su rebeldía.

Mario Vargas Llosa señala en La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary: “Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y con la persona”. Pretendía averiguar, continúa, cuáles fueron en su caso algunas de esas razones. Lo mismo me sucede a mí con Carmen Martín Gaite. No sólo con uno de sus libros, sino con el conjunto de su obra, aunque todavía no la he leído entera. Las ventaneras irreductibles que con tanta precisión retrató Edward Hopper y las incursiones bajo tierra tienen mucho que ver con mi adicción.

Pero a esa suma de razones hay que añadir los momentos exactos de mi vida personal en que me he encontrado con las letras de la escritora salmantina. Siempre oportunas, siempre agitadoras, siempre conectadas a un instante concreto y perturbador. Y siempre el bálsamo de sentirme parte de ese universo “ventanero” capaz de serenar mis días rojos, mis días grises, azules, verdes, mis días deliciosos; mis horas muertas y mis horas vivas. Como si ella, sin habernos conocido, me entendiera a través de sus libros. Y me reconforta.

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