Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Reivindico mi Navidad. Y los belenes napolitanos.

Reivindico el esplendor, el fasto de los belenes hermosos. Las figuras colosales, bellísimas, vestidas de sedas y brocados, que olían a chimenea, a volutas plateadas, que sabían a Navidad.

Belenes napolitanos. Belén napolitano de los duques de Cardona.

Napolitanos, sevillanos, florentinos… Los de arcilla de los colegiales, tan naifs y tan lindos. Incluso el de los Clicks de Playmobil. No necesito belenes cubistas ni reproducciones zafias de escenas bíblicas. No me gustan los magos menesterosos ni los pajes harapientos. No quiero vírgenes rotas ni sanjosés andrajosos.

Reivindico el esplendor, el fasto de los belenes hermosos. Los que extasiaban a mi hijo cuando era un chiquitín y lo llevaba de la mano, abrigado con su trenca beis y su gorrito burdeos, a la sede de la Comunidad de Madrid o del ayuntamiento. Entonces (no hace tanto) valía la pena esperar en fila para contemplar esas figuras colosales, bellísimas, vestidas de sedas y brocados, que olían a chimenea, a volutas plateadas, que sabían a Navidad.

Reivindico la belleza de la tradición, de nuestra tradición española, europea, de nuestras raíces artísticas. La calidez de los mercadillos navideños, cuyo origen se pierde en el siglo XVI —fue entonces cuando nacieron para reencontrar el calor humano ante la llegada del invierno—.

Reivindico el Adviento, el chocolatito de mi infancia escondido tras las ventanas de diciembre. La purpurina en los dedos. Las peleas con mis hermanos para ver quien se lo comía antes (tres calendarios solventaban la contienda). Reivindico el aroma a boniatos y castañas asadas de nuestras calles, el sabor de las galletas de jengibre y las especias ebrias de vino caliente en el norte de Europa.

Reivindico las casetas parisinas al filo de la Torre Eiffel, las zambombas de la plaza Mayor de Madrid, el brillo del abeto de la Marienzplatz de Munich (se instala allí desde 1642), el Christkindlmarkt de Viena, el Naisten Joulumessut de Helsinki —un mercado navideño de origen feminista que surgió en 1922 para mostrar la artesanía realizada por mujeres y permitirles ganar su propio dinero—, el jolgorio del Mercatino di Natale de Trento, las luces navideñas de la capital de Alsacia y árbol del Rockefeller Center. Reivindico a Rudolf y a los Reyes Magos, las cabalgatas de la ilusión, de la alquimia y de los sueños. El sabor a chocolate caliente y roscón con nata. El aguijón del champán. Aunque igual la del champán es otra historia.

Y no. No soy especialmente religiosa. Ni sucumbo ante la magia católica del nacimiento de Cristo o ante la ternura de las leyendas escandinavas sobre Santa Claus. Sí confieso que el Olentzero me seduce bastante. Los mitos del norte de España son tan contundentes como la niebla que se derrama sobre sus paisajes nevados. Puede que todo esto de los hayedos poderosos habitados por criaturas invisibles, lamias, belagiles y otros seres misteriosos también sea otra historia. Hermosa.

No como la de ahora. La historia del “feísmo”, la cutrez, la grosería visual. La de las expresiones edulcoradas por el “buenismo” ese de las narices que potencian hasta la náusea los nuevos apóstoles de la tolerancia. La suya, claro. Chapoteamos como gorrinos —cabreados algunos— entre la vulgaridad y el mal gusto que campan a sus anchas por nuestras ciudades, alimentados ambos por un ejército al servicio de la chabacanería. Y estoy harta.

Reivindico lo mío. Mis recuerdos, mi imaginario. Los ratos que he odiado la Navidad con todas mis ganas, los que me hicieron enamorarme de ella. Los huecos que nadie podrá rellenar jamás, el moño italiano que quise hacerme cinco minutos antes de la cena de Nochebuena de hace veinte años. El lío que se armó. Reivindico las broncas familiares, los delirios, las soledades, los abrazos incendiados, la inocencia, la curiosidad. Los espacios que han amansado el sabor amargo de la ausencia, los niños que han alumbrado esos agujeros negros con sus risas, su alegría, sus miradas azules o castañas. No quiero una Navidad inclusiva. Quiero la mía.

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