Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Hay días desordenados, furiosos. Sucios, sombríos o apagados; grises, tal vez negros. Días perversos en los que nada sucede. O sucede demasiado y entonces te consume la urgencia.
Hay días desordenados, furiosos. Sucios, sombríos o apagados; grises, tal vez negros. Días perversos en los que nada sucede. O sucede demasiado y entonces te consume la urgencia. Largos días que huelen a bibliotecas vacías y a flores fantasma. Que saben a galletitas sin azúcar, a vino sin alcohol, a preguntas sin respuesta. Un tal Truman Capote los tiñó de rojo. Hay días así, rojos.
Deambulas por casa. Cierras ventanas o las abres. Y miras. Miras sin ver el asfalto congelado, los árboles pelados del invierno, el perro que desoye el silbido de su dueño. Regresas, giras por la sala, por la cocina, por el dormitorio, moviendo objetos sin acertar a situarlos en el lugar adecuado. Te paras frente al pasillo que de pronto se desborda, lóbrego, sin una sola luz que contamine las sombras. No hay nada consciente, ni sangre ni pulso. No hay vértigo ni pánico. O hay vértigo y pánico desteñidos por el insomnio o amortiguados por el exceso artificial de la melatonina.
Hay días así, rojos, en los que todo se agolpa o desaparece.
Y escuchas a Evanescence. Y buscas las palabras, el orden correcto, el fustazo de la emoción. No buscas una frase. Buscas la frase. La redonda, la perfecta. La que devuelve al pasillo sus dimensiones habituales. La que dibuja la primavera sobre las ramas desnudas. La que recoloca los objetos y regresa al perro díscolo junto a su amigo humano. La que te conmueve, la que suspiraba entre los carámbanos, la prisionera de esos días rojos, terribles, sin cuya existencia vivirías en las llanuras del tedio y la rutina.
Y entonces escribes. Sin la presión del “para ayer”, lo que te da la gana, porque te da la gana. Porque no te encuentras bien, porque te sientes perfecta. Escribes porque has regresado del infierno. O tal vez porque ese sea tu espacio. Escribes para descomponer el mundo, para recomponer el tuyo, para excederte, para despeinarte, para dispersarte… Para seguir siendo.
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