Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Hay tantas mujeres fascinantes, desconocidas, ignoradas, olvidadas, que a veces no sé por cuál empezar. Seguir, más bien.
En 1996, Rosa Montero escribía a modo de epílogo en Historias de mujeres, “cuanto más te internas en el mar remoto de lo femenino, más mujeres te encuentras: fuertes o sutiles, gloriosas o insufribles, todas ellas interesantes”. Y tenía (tiene) razón. Aunque a mí, desde muy niña, no me cuadraba esa permanente ausencia femenina en la historia de la humanidad, este libro fue la puntilla. Acabó por abrir de par en par el resquicio que comenzó a destapar uno de los mejores profesores de literatura que tuve en mi adolescencia.
Era estricto y meticuloso. No pasaba una tilde mal puesta o sin poner, ni un autor equivocado, una obra descarriada o un trabajo plagiado (si hubiera existido “El rincón del vago”, más de uno no habría llegado aún a la selectividad). Se daba cuenta de todo. Cualquier falta de ortografía era un escarnio tan imperdonable como la ausencia de orden en los párrafos o las frases, las estructuras incorrectas o las etimologías disparatadas. Jamás chillaba ni te echaba de clase. Sin embargo, era un suplicio —señorita Martínez, recuérdeme que le ponga cero al final de la clase—. Lo sufrí durante cuatro años. Todo aquel BUP y COU de antes de la LOGSE.
Pero cuando empezaba a hablar de Emilia Pardo Bazán o de Fernán Caballero se me olvidaban los ceros al cuadrado, las tildes, las dichosas comas y la tortura de la ortografía que hoy tanto le agradezco. Ante mí se dibujaba todo aquel universo femenino intuido desde las historias de Teresa de Ávila o los versos de Sor Juana Inés de la Cruz que las monjas de mi anterior colegio se empeñaban en teñir de misticismo religioso y sacrificio cristiano.
No colaba. Mi instinto me empujaba a empatizar con el lado libertario de esas mujeres que encontraron en el convento la única forma de escaquearse de la esclavitud de los matrimonios impuestos, del páramo de la incultura, de la sequía espiritual. No tenían muchas más opciones. No tenían ninguna otra opción, en realidad. Yo hubiera hecho lo mismo, pensaba cuando ni siquiera había cumplido los diez años ni tenía puñetera idea de sexo ni nada por el estilo y aquel rollo de la religión ya me sonaba a cuentito. Sólo me parecía horrible vivir sometida a los deseos del resto, a las exigencias de una gente que no tenía en cuenta tus propias aspiraciones. Peor, cuyo objetivo consistía en sofocarlas, enterrarlas en lo más profundo, por la fuerza o por la culpa.
Hay tantas mujeres fascinantes, desconocidas, ignoradas, olvidadas, que a veces no sé por cuál empezar. Seguir, más bien. Tanto que esto que iba ser el inicio de la historia de alguna de ellas, se ha convertido en un desahogo personal. En una especie de prólogo de la riqueza y la diversidad de un mundo terminado en “a” repleto de inquietudes, obsesiones, luchas, pasiones, polémicas, que no sé si tendré vida suficiente para descifrar.
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