Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Odio la textura de la nieve, el color de la maldita lluvia, el ruido del granizo, el sabor ácido de las nubes oscuras. Odio resbalar sobre la escarcha blanquecina de los amaneceres de invierno, rascar los cristales del coche, el olor a calle en el ascensor.
Odio la textura de la nieve, el color de la maldita lluvia, el ruido del granizo, el sabor ácido de las nubes oscuras. Odio resbalar sobre la escarcha blanquecina de los amaneceres de invierno, rascar los cristales del coche, el olor a calle en el ascensor. Odio los charcos, el puto barro de los parques desolados sin niños gritando. Odio a la marmota Phil, el dichoso Groundhog Day y al imbécil camuflado tras una gorra horrenda con orejeras de oveja. También odio a las ovejas.
Odio los paraguas, los abrigos, las mantas, las camisetas térmicas, los jerseys de lana, las botas, las suelas de goma y los calcetines gordos. Odio las chimeneas y los calefactores, los puestos de castañas, batatas y maíz tostado. Odio las noches infinitas, las terrazas vacías, los cristales empañados, el vaho de las toses agónicas. Odio a los señores con bufanda y gorrito cutre de cuadros escoceses, los rizos encrespados de algunas señoras, las bolsas de los supermercados discount chorreando en el autobús. Odio a los soldados del invierno. A la gente normal que dice que tiene que llover, que el frío tonifica, que es que es invierno, que es lo que toca… Mientras tiritan. Igual de ateridos que los perritos que pasean por el carril bici atados con una correa, sometidos a su voluntad. Me dan pena los perritos.
Odio las calles heladas, los árboles pelados, la densa masa gris que me oprime el cerebro, el cuerpo, el alma. Pesa como el plomo. Ni siquiera sé si me queda algo de ello, de alma, de cuerpo, de cerebro. El chirrido del viento, la corredera de pvc que nunca cerró bien, el radiador que nunca calentó lo suficiente. Los estornudos que me sacuden, uno detrás de otro, cada vez que alguien abre una ventana cerca de mí. El hipo que me entra al salir de casa. Todo eso odio.
Pero aún odio más el olor a frío. He intentado describirlo muchas veces, pero nada se le parece. Porque es mucho peor que el amoniaco, que el ambientador repugnante que echan mis vecinos en el descansillo para camuflar el olor a la hierba que se fuman. Es mucho peor que el hedor a perro mojado, a pis de gato, a garito chungo mal ventilado. Nada que ver. Es un olor odioso que, sin embargo, no huele mal. A veces se acerca al ozono (un concepto extraño que mi madre asocia al aroma de la tierra mojada en verano), otras a una especie de lluvia ácida. O amarga. Igual a corazón helado. Me estoy dispersando. Sólo sé que hiere. Que da vértigo. Me da vértigo.
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