Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Son extraños los tiempos estos de surrealismo áspero, de viajes interiores hacia espacios fronterizos donde se desatan los motines del cautiverio en la más absoluta privacidad, la de uno mismo. Y sólo queda una tarea: lidiar con los propios demonios hasta que el nuevo día te deje escuchar otra vez su música.
Estoy escribiendo estas líneas en Madrid. Es 7 de abril de 2020 y casi he perdido la noción del tiempo que llevamos encerrados. Paso las páginas del calendario que tengo sobre mi escritorio y cuento. Me salen veintitrés. Veintitrés tardes ya sentada ante la misma mesa, frente a la misma pantalla que me devuelve cada día las mismas noticias enlatadas. Los mismos regueros de eufemismos pintados de arcoíris cada vez más perezosos, menos alentadores, con los que los medios afines (o sobornados) al relato oficial intentan diluir en euforia unas cifras que se multiplican como una bandada de cuervos, aterradora e incontrolada. Y empujar a la población a aceptarlo como si tal cosa.
Contaba Ana María Matute que cuando aún no había aprendido a leer surcaba con sus manitas infantiles el entramado de “hormiguitas negras” que vivían sobre el papel de los libros que entonces no descifraba. La evoco y extraño la candidez de la niña que fui, la inocencia enterrada en los armarios del tiempo para digerir, para no empacharme de vocablos vacíos. Para no chapotear en el lodo de quienes intentan ocultar su irresponsabilidad, su desvergüenza, tras palabras decentes y noticieros sesgados. Los mismos que pretenden convertir el surrealismo áspero en el que vivimos en una especie de fiesta de pijamas colectiva que estalla cada tarde a las 20:00 como si eso fuera suficiente para contener la sensación de desamparo e incertidumbre en ascenso.
El caso es que cuando ayer me sentaba a escribir estas líneas no tenía intención de hablar de nada de esto. Al contrario. Deseaba inventar algo bonito, algo crepuscular como el momento que estaba a punto de llegar; algo húmedo y sosegado, parecido a la manera en que miraba caer la lluvia, como si su murmullo bastase para neutralizar el avispero en llamas instalado en mi cerebro.
Quería hablaros de la ternura del niño chiquito abrazado a los barrotes de la terraza, preso, ajeno a las razones de su encierro indefinido; de su risa y sus manitas regordetas. De su hermana, un poco más alta, desmelenada y descalza, bailando el Resistiré. Del color del ocaso. Del silencio que —con él— se desploma sobre los balcones, tras el desenfreno del nuevo ritual de nosotros, los aplaudidores. Hubiera querido, en fin, hablaros de lo que vemos las gárgolas. Pero son extraños los tiempos estos de surrealismo áspero, de viajes interiores hacia espacios fronterizos donde se desatan los motines del cautiverio en la más absoluta privacidad, la de uno mismo. Y sólo queda una tarea: lidiar con los propios demonios hasta que el nuevo día permita escuchar otra vez su música.
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