Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Manual para sobrevivir a un encierro forzosoDía treintaiséis. Hago como que voy a salir.

Hago como que voy a salir. Ante el espejo del recibidor me despojo de un par de abalorios —Gabrielle tenía razón—, y me despeino un poco. Sí, así mejor. Es 20 de abril.

Día treintaiséis. Hago como que voy a salir.

Me pruebo vestidos y faldas. Me pinto los labios de color tango y le atizo algo de color a las mejillas. Me miro las piernas desnudas. Ha sido una idea excelente deshacerme de los leggins y los vaqueros, me digo. Sonrío. Hago como que voy a salir. Ante el espejo del recibidor me despojo de un par de abalorios —Gabrielle tenía razón—, y me despeino un poco. Sí, así mejor. Es 20 de abril. La cita es las 13:30 horas y el tiempo, tantos días congelado, se desata histérico. Agarro el Ribera magnífico que atesoraba desde hace tiempo y me zambullo en una pantalla repleta de voces y risas.

¡Ey, amigos! ¿Qué tal todo? He pillado en Mercadona una empanada de atún que está de escándalo. ¿En Mercadona?, no me jodas. Vete a la mierda, mira que eres borde. Desde que sabes hacer pan no hay quien te aguante… Hahahaha. No te hagas ahora el Sánchez Romero Carvajal, que te vi el martes en Día. Chivata. Vuelan los emoticonos. Alguien pone música. Ella baila en el sofá. De pie. Al borde. Como en un barril de esos de los bares de antes, ahora cerrados.

Estamos fatalos. Vagamos como anestesiados por las fronteras de un confinamiento que dura demasiado, esquivando el olor a lejía y gel de alcohol, rebuscando las mascarillas que no hay, aguardando los test que no se hacen, aborreciendo las frases edulcoradas con las que nos machacan a diario mientras esperamos como adictos el pico prometido. Una libertad condicional que cada dos semanas se retrasa otras dos.

Pero no se engañen, ineptos gobernantes. No hay party line que esconda cómo han convertido la delación en la superioridad moral de la nueva Stasi de balcón, ni la monstruosidad de percibir como cotidiano el encierro que nos han impuesto. No hay aplausos a las ocho que ahoguen la verdad de este atropello atroz a la libertad, de los intentos (vanos, confío) de aprovechar el aislamiento —esa práctica tan usual en las prisiones para neutralizar motines y revueltas carcelarias— para tratar de domesticarnos. No existen suficientes encuestas, por capciosas que sean, para difuminar la realidad de los derechos civiles suspendidos a golpe de Real Decreto. Da igual lo mucho que se empeñen en intentar consolidar que discrepar es el nuevo bulo o que la nueva normalidad es lo que nos vamos a tragar. Así, a pelo. Sin digerir ni nada.

Pues no. Algunos tenemos la manía de cuestionar, de reflexionar, de darle alguna que otra vuelta a los dogmas, de no dejarnos llevar por la Foule esa que cantaba Edith Piaf. Desayunar sigue siendo maravilloso, los vaqueros aún no ha encogido lo bastante y los arcoíris que flotan en la calle son mucho más potentes que los que nos pintan en los medios adeptos. Hago como que voy a salir y salgo, del letargo. No lo duden.

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