Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Ahora que nada sucede, abrir la ventana implica asomarse a un abismo abarrotado de ausencias y silencio, a un vacío de cemento que se balancea sin ganas. Al tiempo, se ha convertido en el antídoto contra el encierro; el único recurso para escapar del cautiverio impuesto.
Han pasado trece días desde que empezó esto y ya no basta con abrir la ventana. Ese pequeño gesto que hace apenas dos semanas formaba parte de la retahíla de actos insignificantes de un día cualquiera, hoy pertenece a mi propio ceremonial de supervivencia.
Ahora que nada sucede, abrir la ventana implica asomarse a un abismo abarrotado de ausencias y silencio, a un vacío de cemento que se balancea sin ganas. Al tiempo, se ha convertido en el antídoto contra el encierro; el único recurso para escapar del cautiverio impuesto, para comprobar que el aire sigue siendo aire ahí fuera, que va a seguir siendo cuando pueda (otra vez) bebérmelo a morro. Pero no basta.
Claro que, en mi caso y tras este pequeño agujero abierto al mundo por el que me asomo a cada rato, tal vacío es irrelevante. Al fin y al cabo, este cristalito despojado de telas sólo va a parar a un trozo de jardín comunitario por donde nunca pasea nadie. Sólo alguna vez, en años y siempre hacia la mitad de la primavera, he visto algún recolector furtivo rellenar sus alforjas de nísperos recién caídos.
Dice la Wikipedia que el Eriobotrya Japonica, más conocido como níspero japonés, es el árbol de la belleza. Una extraordinaria manifestación de la naturaleza, cuyos frutos suavizan la garganta y fortalecen el sistema respiratorio. El mejor remedio, pienso, para estos tiempos de asfixia e inquietud disfrazados de estoicismo y promesas de ajustes de cuentas.
Desde esta mi lobera prefabricada, sólo necesito alargar un poco el cuello para contemplar su copa repleta de nuevas hojas verdes y florecillas incipientes. Me pregunto cómo pudo crecer ahí, rodeado de edificios cuarentones y adoquines sin playa debajo. Tal vez hace décadas, cuando los primeros moradores ocuparon los bloques de ladrillo visto, algún vecino poco cívico lanzó una semilla por la ventana tras masticar su carne anaranjada. Quién sabe si fue un jardinero espontáneo quien la plantó adrede, esperando —como Machado— un milagro de la primavera. Aunque a veces se me antoje melancólico y furtivo, repentino, como un accidente arrojado desde una terraza, el níspero se yergue inmarcesible frente a los balcones.
Inmarcesible… Qué ganas tenía de usar esa palabra insólita, prácticamente confinada en el territorio de la nostalgia, como una falla del lenguaje. Qué alivio encontrarle un hueco en este paisaje de hormigón sin salida de emergencia. La tarde se desmorona sobre el runrún de pajarillos silvestres y niños domesticados por la pandemia. Una vez más me asomo a admirarlo para seguir respirando, para aguantar igualmente invicta y recordar los versos que Antonio Machado le escribió a su viejo olmo seco: “Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”.
Madrid, 28 de marzo de 2020.
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