Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa.
Vestir a las niñas de rosa, aunque ellas mismas lo pidan a gritos, es machista, retrógrado y las condena a inmolarse en el altar de la desigualdad. Que lo sepan.
MenuNadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
No sé si ando yo últimamente con la vena sensible a flor de piel o a la gente le ha dado por tocarme los cojones, que también.
No sé si ando yo últimamente con la vena sensible a flor de piel o a la gente le ha dado por tocarme los cojones. Que también. Pero el caso es que de un par de meses a acá (igual me quedo corta) mi cabeza funciona como una especie de libro de contable y, sin darme cuenta, paso demasiadas horas jugando con el debe y el haber.
Las pérdidas son alarmantes. Y aviso aquí, al principio, para que nadie se lleve a engaño. Porque cuando todo acabe en una debacle sin precedentes, cualquier activo convertido en pérdida permanecerá revolcándose en el fango hasta el día del juicio final. Y es que a mí, dicho sea de paso, la empresa ésta de lo social me trae al pairo. Que siempre me he inclinado más hacia la excentricidad y el individualismo, vaya.
Aunque también es posible que más que un asunto de pasotismo o de independencia malsana, sea una cuestión de hartura. De estar hasta los mismísimos del personal que se empeña en verme siempre con la misma cara de imbécil —la que se me suele quedar ante determinadas salidas de tono, atrapada en ese estado que Vila-Matas denomina «el espíritu de la escalera«— y unas tragaderas como el Arco de Triunfo. Detalle curioso este de las tragaderas. Pues siendo yo de tamaño reducido no alcanzo a entender que alguien me crea capaz de albergar faringe de semejantes dimensiones.
Pero lo que más me sorprende es que ya no monto en cólera. Ni siquiera me enfado. Anoto. Simplemente anoto. A velocidad de vértigo, además. Y, tal vez lo verdaderamente preocupante, le voy cogiendo el gustillo al cuaderno de agravios. Tanto que estoy por materializarlo en cuartillas cuadriculadas, ordenadas, clasificadas. No para retenerlo en mi memoria con anhelos de venganza o fines igualmente mezquinos —qué vulgaridad—, sino por si fuera capaz algún día de convertirlo en algo poético. Angustioso, solitario, desbordado y terriblemente poético.
Porque, al fin y al cabo, como escribó Duchamp, d’ailleurs, c’est toujours les autres qui meurent. (Por otra parte, son siempre los otros quienes mueren).
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