Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Ciudades de diseño.

Brasilia, Camberra, Chandigarh, Dubai, Abu Dhabi, Doha…, todas ellas vestidas de una belleza estatuaria digna de museo, parecen estar esperando que alguien les insufle vida.

Ciudades de diseño. Abu Dhabi.

Primero fueron Brasilia, Camberra, Chandigarh…, después le tocó el turno al Golfo pérsico: Dubai, Abu Dhabi, Doha… Todas ellas son hermosas ciudades modernas, ordenadas, rectilíneas; urbanismos ajenos al suelo, a la historia, a las tradiciones, a la esencia de sus ancestros. Producto de acuerdos económicos o políticos, nacieron con el fin de evitar conflictos nacionales o zanjarlos, con la vista puesta en la extinción de sus fuentes de riqueza, flotando en el vacío de un lugar de paso.

Islas artificiales como extraídas del fondo del océano, espacios urbanos grandiosos, bellísimos, construidos en medio del desierto, en plena selva amazónica, en el centro de una llanura delimitada por espesos bosques autóctonos. No importa el esplendor natural que las rodea. Tampoco la precisión de su trazado, la excelencia de su arquitectura, la limpieza casi enfermiza de plazas, avenidas o parques. No importa que Descartes, quien no conoció ninguna de esas nuevas urbes hijas del siglo XX, considerase las “ciudades artificiales” superiores a las naturales, en su opinión, caóticas e imperfectas. Ni siquiera el arte germinado desde las profundidades del subsuelo —indiscutible, sin duda— puede competir con la naturaleza salvaje enterrada en las callejuelas de las metrópolis que primero fueron suburbios.

Brasilia, Camberra, Chandigarh, Brisbane, Dubai, Abu Dhabi, Doha…, todas ellas vestidas de una belleza estatuaria digna de museo, parecen estar esperando que alguien les insufle vida. Y es que, como afirma el arquitecto Christopher Alexander (Viena, 1936) —padre de la teoría del pattern language—, “con el tiempo, en las ciudades naturales se van tejiendo relaciones que las hacen más complejas, las enredan. En ellas hay múltiples conexiones. La plaza es jardín, mercado los miércoles, teatro cuando hay fiesta”. 

Las ciudades de diseño, creadas a la medida de intereses tan zafios como el dinero, los negocios, la conveniencia política, el poder o la apariencia, carecen de alma. Toda sensación de armonía se derrumba al pisar las vastas extensiones de asfalto, acero y cristal, salpicadas de jardines postizos, aceras ilusorias, calzadas perfectas repletas de vehículos impecables. La gente no grita ni se empuja, los conductores no se desgañitan insultando al de al lado a golpe de ventanilla bajada o frenazos inesperados. Los niños no lloran ni se arremolinan a la salida de los colegios, esperando a padres atrapados en atascos infinitos de impaciencia y malos modales.

Visto así, parece idílico. Una especie de paraíso del sosiego, la higiene, la seguridad y la buena educación. Vivirías allí sin dudarlo. Sin las aristas de la delincuencia acechando, sin necesidad de controlar los pasos que silban sobre tu nuca de noche (o de día), sin el sentimiento de culpa que provocan los pedigüeños en cada vuelta de esquina, las plañideras en las puertas del supermercado; sin el olor a metro, a roña, a pis de callejón, a fritanga de bar casposo, a gato vagabundo; sin temor a romperte un hueso en cualquiera de las cientos de trampas que agujerean las calles o pisar una caca de perro recién horneada; sin el desbarajuste de las aglomeraciones humanas ni la hostilidad de la prisa.

Sí. Vivirías en cualquiera de ellas. Hasta que la tristeza te aplasta contra el vacío de la corrección, de una perfección tan falaz como la lozanía artificial que trata de disfrazar la falta de sustancia, de pasado, de recuerdos, de miserias, de inocencia. Ni siquiera las luces engañosas de las farolas, el minimalismo, la cadencia de las estructuras, los neones digitales brillando al milímetro, el aroma a precisión y equilibrio logran colmar la sacudida de la indiferencia, el hastío, el abandono y el sabor metálico a soledad impuesta por esa urbanidad impersonal, edificada sobre la ausencia.

Luego intento pasear tranquilamente por el centro de Madrid un viernes por la tarde y se me pasa.

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