Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Casualidad

CASUALIDAD (*)

La inesperada tormenta empujó a Ignacio hasta el interior del primer bar que encontró a su paso. Entró precipitadamente, cegado por el agua y el viento; sólo después de sacudir las pestañas, secarse los ojos y desprenderse de la gabardina empapada pudo apreciar el aire retro y acogedor de aquel café.

Miró el reloj -siete de la tarde, no tenía prisa- pidió una cerveza, tomó un manoseado periódico y se acodó en barra a esperar tranquilamente que amainara el temporal.

Al fondo del pequeño salón se sentaba una mujer. Escribía notas en un cuaderno, ajena a cuanto sucedía a su alrededor parecía absorta en su tarea. La bruma del cigarrillo que sostenía en la mano izquierda velaba ligeramente sus bellas facciones. Sobre la mesa, entre el montón de papeles revueltos, le esperaba un café aún humeante.

Distraída miró hacia la puerta y le vio entrar, le vio irrumpir con la misma fuerza que el vendaval desatado en la calle. Contemplaba fascinada la elegancia de sus movimientos, la manera de colgar la gabardina, los pantalones mojados… ¡Por Dios cómo le sientan esos vaqueros! ¡El último culo que vi así fue en un anuncio de Coca-cola!, pensó sonriente mientras se deleitaba ante tan seductora figura masculina.

Ignacio alzó la vista un momento y el viejo espejo le devolvió la imagen de un hombre de unos cuarenta años tremendamente sensual. No fue vanidad lo que le hizo observar su reflejo sino la atracción irresistible de unos ojos profundos, unos enormes y oscuros ojos que centelleaban entre las estrías del espejo y parecían taladrar su pensamiento.

El tiempo se detuvo, el vértigo le invadió y el mundo giró cuando descubrió a la dueña de tan perturbadora mirada. Y volvió a girar cuando ella, con paso firme y seguro, se dirigió hacia la barra sin dejar de mirarlo, sin dejar de sonreír, sin dejar de insinuar cada una de las curvas encerradas bajo su vestido. Y se precipitó sin remedio con el movimiento de sus labios, el hechizo de su voz.

-Te vi entrar…

Había en ella algo inexplicable y deliciosamente peligroso.

El local se fue llenando de gente, de ruido, de conversaciones, de calor, de humo…, pero ellos no oían nada ni veían nada, la distancia se acortaba, casi se rozaban.

-Te vi entrar.
-Te vi mirarme.
-Te vi sonreír.
-Te vi acercarte.

Casualidad, azar, destino, suerte…, ese cúmulo de circunstancias que se unen y conspiran para hacer girar el mundo; todos esos pormenores que hicieron a Ignacio entrar en aquel lugar, aquella tarde y a aquella hora, escapando de una tormenta para arder en un incendio que no tenía la más mínima intención de extinguir. Y ella le tomó la mano, le condujo hacia la mesa donde seguía esperando un café -ya frío-, unos folios desordenados y un cuaderno emborronado. Y sonrió otra vez al ver su expresión de asombro:

-No vas a entender nada. Trato de dar sentido ese manuscrito infumable, sin estilo y lleno de errores que publicarán como la obra maestra de un niñato de mierda, hijo de un amigo de no se qué gerifalte de la editorial.

Y él se tragó esa sonrisa para no olvidarla jamás, y se perdió en esa deliciosa sensación de ingravidez mientras flotaba entre el aroma a vainilla, la inmensidad de aquella mirada y el embrujo de su voz. Y ella sintió unas ganas irrefrenables de morder el hoyuelo de su barbilla cuando le preguntó su nombre.

-Paula -contestó, reprimiendo su impulso.

Y el timbre del móvil no consiguió romper el hechizo porque ella hablaba y él sólo miraba sus labios. Ni tampoco la lluvia, cuando la acompañó a coger un taxi, porque empapada era aún más deseable. Y besó aquella boca que se abrió para él, y se la bebió entera.

Sólo cuando perdió de vista su mirada tras los cristales empañados fue consciente de que no sabía cómo encontrarla de nuevo.

Desde aquella tarde, marcado por el sabor de un beso y el recuerdo de una mujer, todos los días sobre las siete entraba en el café, pedía una cerveza, tomaba el manoseado periódico del día y se acodaba en la barra esperando una tormenta y verla entrar…

Miraba la mesa vacía, ansiaba el beso licuado, anhelaba el abismo de sus ojos y se abandonaba en la magia de un segundo, de una eternidad. Vagabundo.

-Señor…

Ignacio continuaba ensimismado, perdido en el lienzo de un lluvioso día de abril.

-Señor, disculpe -el camarero le habló con timidez- su cerveza.

-¡Ah, si! Gracias.

-Señor, yo… –se dirigía a Ignacio, vacilante, educado, tratando de ser discreto -verá, es que…, bueno yo quería… A ver, antes ella venía todos los días, se sentaba en el mismo rincón, no hablaba con nadie, a veces sonreía… Y…, no me atrevía a decírselo pero la última tarde que estuvo aquí olvidó esto-, y lo soltó así, de carrerilla, arrancando de un tirón y mostrándole a Ignacio un cuaderno.

Casualidad, azar, destino, suerte… Algunas veces se unen, conspiran y el mundo se detiene, como se detuvo en ese instante el torbellino de que dominaba su corazón, dejando espacio al ciclón de latidos, a la ráfaga de dudas.

El cuaderno resbalaba entre sus dedos temblorosos, no se atrevía a abrirlo: un asalto a la intimidad contra el ansiado deseo de encontrarla… Confuso, nervioso… Ignacio sólo era emoción… ¿Tu estás tonto, tío?, abre el maldito cuaderno, ¡total no creo que haya escrito su diario en una libreta que deja olvidada por ahí!

Lo agarró con fuerza y, al fin, lo abrió. Nada. Frases sueltas, cadenas de palabras, números, papeles revueltos… Nada. Su última esperanza desbaratada. Páginas repletas de ella, bañadas con su olor y sus huellas, pero nada…Cita con el dentista…

O sí, tal vez sí… Una multa, la matrícula de un coche, ¿su coche?, un domicilio, ¿el suyo?, su nombre…

Rebusca…, un teléfono, ¿su teléfono?

A veces, sólo a veces la casualidad, el azar, el destino, la suerte conspiran a favor y el mundo gira de nuevo.

(*) CASUALIDAD ha sido publicado en el nº 1 (Junio 2011) de la Revista Literaria ENTROPÍA

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