Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Voltairine De Cleyre, la estrella del pensamiento libre del XIX.

Aunque Voltairine De Clyre fue una de las más conocidas libertarias norteamericanas y máxima representante de la causa anarquista de finales del XIX, su figura y su obra cayeron en el olvido poco tiempo después de su muerte.

Voltairine De Cleyre

A Voltairine De Cleyre la descubrí hace unos días gracias al artículo de Michael B. Dougherty publicado en el New York Times que mi amiga María Blanco compartió en Facebook (sí, a veces las redes sociales sirven para mucho más que despellejar al prójimo y a los políticos patrios).

Aunque Voltairine fue una de las más conocidas libertarias norteamericanas y máxima representante de la causa anarquista de finales del XIX, su figura y su obra cayeron en el olvido poco tiempo después de su muerte. Tuvo que pasar más de medio siglo para que su legado fuera rescatado por el movimiento feminista de los años 60.

Max Nettlau, historiador del movimiento, la describió como la «perla de la anarquía«. Su coetánea Emma Goldman, hablaba de ella como «la poeta rebelde, la artista amante de la libertad, la mujer anarquista más grande de América«. Se llevaban estupendamente. Sin embargo, no estaban muy de acuerdo en según qué cuestiones. Mientras Goldman se declaraba comunista, De Cleyre se autodefinía como individualista, defensora del derecho a la propiedad privada y la competencia y consideraba que la vida sería mucho más fácil sin la constante intervención del  Estado.

Libertaria, rebelde, escritora, poeta, ensayista, periodista, feminista —no necesariamente por ese orden—, Voltairine De Cleyre (Leslie, Míchigan, 1866-Chicago, Illinois, 1912) también fue monja. No por decisión propia, sino por imposición paterna. Aquella experiencia conventual le sirvió para entender la religión como una de las formas más perfectas de represión y salir de allí espantada, convertida en una atea empedernida.

El padre, Auguste De Cleyre, no era mal tipo, simplemente quería inculcarle «modales» a la niña díscola. Llegó a EEUU procedente de Francia y consiguió la ciudadanía después de luchar en la Guerra de Secesión. Se dedicaba a la sastrería y, antes de caer en la redes del catolicismo, fue un profundo admirador del librepensamiento y de Voltaire. De ahí el nombre de la niña. Fue él quien enseñó a su hija a leer y a escribir, en inglés y en francés.

Desde muy pequeña mostró gran inteligencia y dotes para la música, la escritura y la oratoria. Tanta como inclinación a “la obstinación, la impertinencia y la imprudencia”, decía el padre. De ahí al convento, con el fin de doblegar su instinto salvaje, había un paso. No hubo forma. El tiempo de recogimiento forzado y la educación católica no sólo blindaron el rechazo de la joven De Cleyre a la obediencia y las imposiciones, sino que reforzaron sus habilidades intelectuales, retóricas y literarias. Tenía seis años cuando escribió su primer poema, 19 cuando pronunció su primera conferencia sobre el pensamiento libre.

La vida personal de De Cleyre, fugas del convento y discordias constantes aparte, no fue precisamente feliz. Adoptó de manera voluntaria el ascetismo, el rigor y la frugalidad que le enseñaron en el convento. Quizás por ello condujo su vida de la manera más comprometida posible, siempre fiel a su ideología, como el espíritu libre que fue. Entre 1889 y 1910 vivió en Philadelphia, entre las comunidades de inmigrantes judíos pobres. Daba clases de inglés y música y también aprendió a hablar y a escribir el Yiddish. Puede que también influyera en su destino solitario el suicidio del único hombre a quien realmente amó, Dyer D. Lum, cuya relación emocional e intelectual no pasó en balde por su vida. El 12 de junio de 1890 tuvo un hijo, engendrado con el librepensador James B. Elliot. Pero, Voltairine rechazó vivir con el padre  y éste se lo llevó a Filadelfia. Aunque madre e hijo tuvieron muy poco contacto, Harry bautizó a su primera hija con el nombre de Voltairine.

En cuanto a su evolución intelectual, a partir de 1880 se verá fuertemente influenciada por Thomas Paine y Mary Wollstonecraft. La revuelta de Haymarket, uno de los incidentes más famosos del anarquismo ocurrido en Chicago en 1886, y el cuestionado proceso judicial posterior contra ocho de sus líderes marcarían definitivamente su adhesión al movimiento.

A los 24 años, Voltairine de Cleyre  compareció ante la Congregación de Unidad de Filadelfia para pronunciar una conferencia titulada Sex Slavery, publicada como ensayo póstumo en 1914. En ella lanzó una feroz crítica contra el matrimonio, la sumisión de la mujer al hombre y los roles de género. Dejemos que la mujer se pregunte, escribió, ¿Por qué soy la esclava del Hombre? ¿Por qué se dice que mi cerebro no es un igual al suyo? ¿Por qué puede tener mi trabajo en la casa y darme como pago lo que le parezca bien a él? ¿Por qué puede quitarme a mis hijos? […] Hay dos razones para ello, que se pueden reducir a un solo principio: la idea de un Dios autoritario y con un poder supremo y sus dos instrumentos: el clero y el Estado.

La polémica estaba servida, la provocación también. Aquello fue un desafío público en toda regla que reventó el orden social establecido e hizo tambalear los muros del conservadurismo rancio. Poco después, en su ensayo The economic relations of sex (1891) explica cómo la supuesta inferioridad de la mujer no es más que una idea creada de forma artificial que nace de la dependencia económica. En 1892, ya instalada en Filadelfia, se subió al carro —fue una de las fundadoras— de las Ladies Liberal League (Liga Liberal de Damas), una organización de librepensadoras que trataba temas feministas (sexo, aborto, matrimonio, derechos de las mujeres), sociales (criminalidad, socialismo, anarquismo) o la relación del individuo con el Estado, siempre nefasta.

Voltairine conectó el feminismo con la lucha de clases y la pobreza porque era pobre. Pero no abrazó el comunismo. Su ideología se basó en su experiencia personal e hizo de ella una individualista recalcitrante y una estrella de los primeros movimientos libertarios, que no pretendió convertir en dogma porque abominaba de los dogmas y la obediencia sumisa. Porque abogaba más por el independencia que por el adocenamiento social. Proclamaba su lucha contra el privilegio y la autoridad, desdeñaba las categorizaciones —“soy una anarquista, simplemente, sin etiquetas económicas adjuntas”— y el trabajo por cuenta ajena —que crea una “condición de perpetuo sometimiento al salario”—, no así la iniciativa laboral personal, lo que viene siendo el autónomo del siglo XXI.

En 1912, en el momento más álgido de su trayectoria como escritora y oradora, enfermó. Poco después murió en Chicago, a los 46 años. En su tumba del cementerio de Waldheim, pegada a la de los anarquistas de Haymarket que inspiraron su ideología, reza el único auto homenaje que se permitió en vida: “He muerto como viví, como un espíritu libre, sin deber ninguna lealtad a las leyes, ni a las terrenales ni a las divinas».

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