Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.
Lucia Anna Joyce nació en 1907, en la sala para indigentes de un hospital de Trieste. En aquel momento sus padres, James Joyce y Nora Barnacle, vivían en Italia como refugiados tras huir de las miserias de Dublín.
Hubo un tiempo en el que ser mujer y pensar por una misma tenía efectos devastadores. Entre la incomprensión y el exilio social que a más de una le arrastró al suicidio, la consecuencia casi siempre inmediata era acabar confinada en un psiquiátrico. Le sucedió a Camille Claudel, años después a Zelda Sayre Fitzgerald. Casi en la misma época, Lucia Joyce sufrió idénticos encierros y similares periplos médicos. Su padre la llamó la «maravilla salvaje”. Para el resto de su familia sólo era una perturbada, bizca, problemática, que arruinó la salud y las finanzas de su progenitor con sus extravagancias y arrebatos. Sin embargo, la historia no siempre se ajusta a lo que nos han contado.
En el año 2003, Carol Loeb Shloss publicó una estupenda biografía de Lucia Joyce —Lucia Joyce: To Dance in the Wake— que cuestionaba hasta la saciedad la imagen proyectada hasta entonces. No sólo fue una extraordinaria artista, sino un factor determinante en el proceso creativo de su padre. La polémica no tardó en embarrar todas las investigaciones de la autora, sistemáticamente boicoteadas por Stephen Joyce. El nieto del escritor y sobrino de Lucia, erigido como guardián del legado familiar, quemó cartas y documentos y puso a Shloss todas las trabas del mundo, enfrascándose en numerosas batallas legales para impedir que ella y otros estudiosos literarios se entrometieran en la privacidad de su familia, especialmente en los misterios de Lucia.
Lucia Anna Joyce nació en 1907, en la sala para indigentes de un hospital de Trieste. En aquel momento sus padres, James Joyce y Nora Barnacle, vivían en Italia como refugiados tras huir de las miserias de Dublín. Cuando cumplió 7 años había pasado por cinco domicilios distintos, su educación se había interrumpido otras tantas veces y los conflictos con su madre comenzaban a gestarse. Ya adolescente empezó a estudiar danza en París con Raymond Duncan, el hermano de Isadora. Su madre se opuso firmemente a tal dedicación. Siempre quiso ser artista y jamás le faltaron cualidades. «Cuando sus dotes para la danza rítmica alcancen su plenitud, James Joyce tal vez sea conocido como el padre de Lucia», escribía un reportero parisino. Fue el entorno —de un lado hostil, de otro excesivamente brillante— el que desencadenó gran parte de sus altibajos anímicos.
El hostil está claro: la animadversión y los celos que generaba entre sus dos seres más cercanos: su madre y su hermano Giorgio. El brillante, también. Ser la hija de un tipo como James Joyce y crecer entre los destellos de una genialidad reconocida en vida no debía facilitar la proyección de su propio esplendor intelectual. Si a ello se une la elección de amantes insignes como Samuel Beckett —el amor de su vida— o Calder en un mundo patriarcal, el cóctel de autodestrucción estaba servido. Claro que una no escoge de quien se enamora. Y las almas sensibles y libres suelen decantarse por el elemento equivocado.
El primer internamiento prolongado de Lucia tuvo lugar en el hospital Les Rives de Prangins, en Suiza. Fue a raíz de una crisis provocada por el rechazo de Beckett, el primer paso hacia un abismo del que James Joyce intentaba rescatarla. Infructuosamente, pues su muerte prematura condujo a Lucia al infierno del psicoanálisis, los tratamientos salvajes y el abandono de su familia.
El caso es que entre unos y otros asfixiaron todas sus aspiraciones artísticas. La obligaron a vivir al margen de su creatividad, le impidieron seguir el camino que le marcaba su talento. Tampoco la época facilitaba a las mujeres conseguir la independencia económica, imprescindible (ya lo decía Virginia Woolf) para desarrollar todo su potencial. Hoy, y aunque a sus historias sólo les une la muerte, comparte espacio con Violet Gibson —la aristócrata irlandesa que intentó asesinar a Mussolini— en el cementerio del hospital psiquiátrico de St. Andrew´s, en Northampton (Inglaterra), donde pasó los últimos cuarenta años de su vida.
Hace unos meses, y pese a los esfuerzos del pirómano Joyce por mantener en secreto la historia de su tía, Annabel Abbs volvió al ataque con una novela, La hija de Joyce. Un texto que insiste en destacar el influjo de la hija en la obra del padre, el empeño de su entorno por sofocar los impulsos artísticos y la creatividad de Lucia Joyce a base de encierros y tratamientos psiquiátricos destinados a frenar su “ataques de rabia”. Porque a Lucia le llovían las puñaladas por la espalda. Sin anestesia y con el café a medias, la niña Joyce rodó por el lodazal de la envidia, chapoteó entre rechazos excéntricos (o no tanto) de una época compleja y una familia de esas que hoy, fruto del eufemismo y lo políticamente correcto, llamaríamos disfuncional.
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