Ayer, media España contemplaba, contemplábamos, a veintidós tipos que le daban patadas a un balón y, en cuanto podían, se las daban entre ellos. También había otros dos pegando voces desde un banquillo, cada uno en una punta, claro, que si no probablemente también se hubieran sacudido.
Mientras veíamos el espectáculo, decíamos barbaridades –algunos más que otros– y lanzábamos improperios en diferentes idiomas, nos olvidábamos completamente de los zapateros y las esperanzas, de sus familiares –fundamentalmente sus progenitores– de las mentiras, de las hipotecas, de los madrugones, de los seudo-periodistas prepotentes y groseros, de los ninis, de los políticos, de los maleducados, ignorantes, inútiles y demás fauna que puebla e invade cada día nuestras vidas, tratando de aplastar la poca inteligencia que nos queda.
Nos olvidábamos de que, durante las dos horas que duró el circo, España y todos nosotros juntitos, sí todos, con nuestros idiomas, nuestras diferencias, nuestras miserias casi iguales, nuestras memorias históricas –y no tan históricas– sí todos, juntitos y revueltos, aunque a algunos les siga pesando, nos seguíamos –nos seguimos– yendo al carajo.
Y hoy, mientras el irritante sonido del odioso despertador nos arrancaba, violento, de nuestros sueños y nos obligaba a salir –aún de noche– de nuestras confortables camas para enfrentarnos a otro día desapacible y frío, esos veinticuatro (y alguno más) estaban durmiendo plácidamente, como bebés, bien calentitos y con la tranquilidad de saber que al despertar –ganados o perdidos– van a continuar con el mismo contrato millonario, con el riñón bien cubierto y el bolsillo repleto de una pasta indecente que no se merecen. Una pasta indecente que van a sacar de España lo antes posible, no vaya a ser que se hunda del todo y les pille en el barco.
–¡No, hombre, no! El barco que se lo queden los idiotas que ayer se pegaban por nosotros, que nos hacían la ola y discutían con amigos y no tan amigos. Toda esa panda de imbéciles que gracias a nosotros se olvidan del lodazal en el que nadan cada día y por ello deben idolatrarnos eternamente, aunque nos comportemos como seres sin civilizar.
Y mientras nos seguimos yendo al carajo en amor y compañía, ellos se irán a comprar sus Ferraris, los Manolos para sus novias, de viaje a Suiza con sus dineros…, y desde sus pedestales cada vez más altos, le firmarán un autógrafo a tu hijo sin mirarle a los ojos siquiera… Eso, si el pobre chaval tiene suerte.
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