Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Mi señor

Mi señor, desde este oculto presidio, cautiva entre los muros pesados y fríos de la rutina, desde esta ordenada celda que me encierra en un mundo confortable y sin excesos, desde la desgana de mis días eternamente iguales, ¡yo te invoco!

Te invoco, mi señor, y retornan a mi mente los recuerdos de un convulso pasado excitante, peligroso, vibrante, vertiginoso.

Memoria de brillos, de mañanas inquietantes y extenuantes tardes, de sueños alborotados y corazones palpitantes, de trémulas miradas y sonrisas enredadas.

Yo, que sin cederte el más insignificante pedacito de mi alma, me sometía a tu voluntad –que era la mía–, me entregaba a tus caprichos –que eran los míos–, y caía en todas tus tentaciones –que eran mi sueño.

Tú, que sin cederme el más insignificante pedacito de tu alma, fuiste el señor de mis tormentas de fuego –que eran las tuyas–, me arrastraste hasta mis más delirantes quimeras –que eran las tuyas– y removiste las ardientes arenas de mi cuerpo –que eran tu sueño.

Tu y yo, mi señor, que construimos un mundo irreal, rebosante de utopías, inquietante, abarrotado de zozobra…

Y un día te diste cuenta, un día me di cuenta –otro día–, y otro nos dimos cuenta –otro distinto. Y un día fuimos conscientes de tanto desatino. Y me abandonaste… Y entregaste mi alma –que nunca fue tuya– al verdugo de la razón, al guardián de la cordura, al Kan de la reflexión.

Y dejándome llevar por la seguridad, callé. Y quise olvidarte, arrinconar tu traición. Y quise odiarte. Todo fue en vano.

Por eso hoy te invoco, mi señor, mi ángel caído, dueño de mis anhelos.

¡Yo te invoco y te suplico! Libérame, devuélveme mi inquietud, mi angustia, mis desvelos, mis miedos, mis tempestades, mis ganas, mi vida.

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