Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Vivir la vida de los otros. Y contarla.

Aprendí a leer a los cinco años. Mi madre asegura que a los cuatro le leía cuentos a mi hermano pequeño.

Vivir la vida de los otros. Y contarla.

Aprendí a leer a los cinco años. Mi madre asegura que a los cuatro le leía cuentos a mi hermano pequeño. Lo sentaba en una silla frente a mí, tomaba un libro y lo obligaba a escucharme. Seguro que él hubiera preferido jugar a los albañiles o los vaqueros, con su casco de obra y sus pistolas de plástico, pero aún no se atrevía a llevarme la contraria y permanecía inmóvil, observando cómo yo pasaba las páginas de historias inventadas.

Era entonces una niña chiquita, incapaz de deletrear palabras como “tóxico”, “enigmático”, “fascinante” o “exacerbado”. Una mini Sherezade embrujada por el poder de contar, que ya había probado el olor a libro e intuía como placer el hecho de deslizar los deditos aún rechonchos sobre las cubiertas ilustradas con princesas, dragones, brujas y espadachines.

Tenía nueve la primera vez que pisé una librería sin la escolta de mis padres. Estaba (está) en la calle Ibiza de Madrid, a pocos pasos de mi colegio (que ya no está). Aquel templo de anaqueles y estanterías repletas de lomos y tomos me abrumó. Desde entonces he intentado, sin acierto, desligarme de esa sensación de incertidumbre. Apartar de mí el deseo de llevármelos todos, de tenerlos todos, de leerlos todos. De engullir hasta el empacho cada una de las letras de la vida de los otros. Pero no hay hartazgo, oxígeno ni tiempo suficiente. Eso lo descubrí después, cuando dejé de (pre)ocuparme por las circunstancias que escapan a mi control.

A los trece conocí a García Lorca, Valle-Inclán, Galdós, Baroja, Madariaga, Miguel Hernández,  Machado. Me bebía a morro el teatro brumoso de Alejandro Casona, las novelas de Dumas, comprendía perfectamente el significado del término “adicción” y el concepto de “nadar a contracorriente”.  A veces deseaba ser Pollyanna, otras la novia de la Pimpinela escarlata. O la mismísima Pimpinela, salvador de inocentes durante el terror de Robespierre. Huckleberry Finn fue en aquella época en mi rebelde favorito. A su lado viví una existencia desordenada, respiré el vapor de los barcos, caminé descalza al borde del Misisipi y la liamos parda junto a Tom Sawyer.

Cuando supe colocar con exactitud el palabro “disrupción” en cualquier texto o encontrar de reojo el libro deseado en cualquier biblioteca, ya había surcado el desierto a lomos del corcel de Lawrence de Arabia y experimentado el romanticismo a bordo de las Rimas de Bécquer. Había sido prisionera en Ruritania y sobrevivido al escepticismo de Meursault. Decidí también que Madame Bobary era una imbécil —me costó entender el alegato de Flaubert— y las Brönte unas revolucionarias tan sometidas como Emma, pero menos suicidas y mucho más listas. Me había enamorado irremediablemente de Alekos Panagoulis (se lo habría arrebatado a Oriana Fallaci si hubiera tenido la edad y las narices suficientes) y había vivido en la Alejandría de David Herbert Lawrence absolutamente fascinada por la personalidad de Justine.

Todas aquellas lecturas me inocularon un veneno sin antídoto y dos certezas. La primera, que una vez corrompida la sangre, ya no tenía remedio. La segunda, que vivía atrapada en la vida de los otros. Un lugar donde no existen espacios para la rutina, donde sólo la inspiración cuenta, donde los otros no son como los demás y de donde no podía escapar. Ahora sé que sí podía. Pero no quería. E hice bien.

Sin embargo, no supe que quería escribir hasta que empecé a hacerlo. Jamás me había imaginado sentada frente a un folio en blanco buscando un punto de vista personal para contar. Encontrándolo. O no. Escuchando en bucle Aloha from Hawaii Via Satellite, a Nirvana, a Mahler… para evitar que el papel se emborrone de palabras arrugadas y el cerebro no termine por vaciarse del todo. O permitiendo que se vacíe del todo, sólo para intentar rellenarlo de lo que quiero contar. Sobre todo de cómo.

Y en esas me encuentro: hurgando en los huecos más recónditos de mi alma; revolviendo los libros de los otros (de los que escriben impecable) porque aún conservo la esperanza de hallar entre sus voces la poción para fabricar la mía. Porque tras décadas consumiendo vidas ajenas en papel, sé que el abismo está ahí fuera y la única opción para librarme de él es contarlo. Porque como afirma Paul Auster —de él hablaré otro día—, alguien se convierte en escritor porque no está del todo integrado.

* Mi cómplice:  Elvis Presley «Something«Aloha from Hawaii via Satellite.

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