Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

Menu

Sospecha. I.

La noche del 19 de noviembre, el silencio reinaba en el pequeño hotel de Kitzbühel. Anke dormitaba apoyada sobre el mostrador...

[purchase_link id=»0″ style=»text link» color=»» text=»Purchase»]

La noche del 19 de noviembre, el silencio reinaba en el pequeño hotel de Kitzbühel. Anke dormitaba sobre el mostrador de recepción cuando el timbre machacón e impertinente del teléfono la sacó de su letargo. Le gustaban los turnos de noche, sin embargo aquella llamada la inquietó y lo dejó sonar un par de tonos antes de descolgar. La  voz pastosa del huésped de la 111 acabó de turbarla por completo.

No le gustaba aquel tipo. Le dio mala espina desde el instante en que lo vio cruzar el vestíbulo del Águila de Dos Cabezas apenas unas horas antes. Tenía la voz agria, el pelo cano, los modales secos y una mirada metálica que resaltaba  sobre sus mejillas chupadas. La ropa oscura y ajada lo hacía todavía más lúgubre. No le gustaba su aspecto y menos aún la manera en que tomó de entre sus manos la llave de la habitación, recreándose en una caricia apenas perceptible. Gérard Mérimée dijo que se llamaba. Y también le contó que era profesor en la Sorbona. Aunque a ella todo eso le importaba un bledo. En realidad, estaba deseando perderlo de vista.

Maldito gabacho, pensó  mientras contemplaba la fina capa de nieve que cubría de nuevo la escalinata exterior del hotel y terminaba  de preparar la bandeja. Tropezó un par de veces antes de tomar el ascensor y atravesar el pasillo desierto. Se sentía incómoda, como si algo la acechara. Estuvo a punto de darse la vuelta, pero era inútil tratar de evitarlo. Mejor acabar con esta situación lo antes posible, se dijo angustiada y golpeó la puerta con los nudillos. No habían pasado ni tres segundos cuando el señor Mérimée se plantó ante ella. Le dio asco verlo despeinado y sin afeitar.

La estaba esperando —masculló con torpeza impregnado el pasillo de un desagradable olor a alcohol.

Contuvo una arcada y dio un paso atrás mientras le alargaba la bandeja. No fue lo suficientemente rápida. La agarró de un brazo y la arrastró a la habitación; intentó gritar, escapar; se revolvió, forcejearon. Lo mordió y crujió la carne. Una bofetada la hizo perder el equilibrio y antes de que pudiera reaccionar, el tipo le había rasgado la ropa empujándola sobre una mesa repleta de libros que cayeron desordenados por la alfombra. Un latigazo le recorrió la espalda.

Después todo sucedió muy deprisa.

Anke estaba aturdida. Sentada ante el caos que regía en el despacho del inspector Böck, trataba de ordenar sus recuerdos demasiado inciertos, demasiado dolorosos. Las imágenes de la noche anterior giraban  como un torbellino, mezclándose con las de aquellas otras noches infantiles que ella creía enterradas en lo más profundo de su inconsciente. Aquel hombre (el otro). La violencia. Los gritos ahogados. Su madre. Los silencios (los de su madre). Las amenazas, el abandono. ¿Qué clase de persona era aquella mujer? El miedo, la soledad. ¿Qué clase de madre podía ignorar una realidad tan repugnante? La sombra del francés. Su aliento viscoso. Su respiración entrecortada. Sus manos huesudas. Alcohol, babas, cristales. Carne ultrajada. Un líquido infame corriendo entre sus piernas. El calor de la sangre entre los labios. Y otra vez la misma náusea… Entonces se derrumbó. Quería acabar cuanto antes, pero no tenía fuerzas para contarlo de nuevo.

Sea más concreta, señorita —la apremió el policía, sin prestar atención al relato e  impaciente por reanudar la noble actividad de cafelito y la charla con el colega que aquella bonita muchacha rubia y desgreñada había interrumpido entre hipos y llanto.

Salió a la calle con la copia de su denuncia arrugada entre las manos y tomó de forma instintiva la gran avenida que conducía hacia el Águila de Dos Cabezas. Tengo que acabar cuanto antes con esta situación, se repetía como una autómata mientras sorteaba charcos, miedo y rabia. Sobre todo rabia. De pronto, sin saber cómo se encontró delante de su apartamento.

……………………………………………………………………………………………………………………………………………………

(Sigue…)

Newsletter

La forma más sencilla de estar al día de todo lo que se publica en Diálogos de Libro.

Puedes ejercer en cualquier momento tus derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición sobre tus datos.

Relatos

El bucle

Te levantas, es tarde. Has dormido mal. Te duele la cabeza. Despacio, vas a la cocina. Piensas en todo y en nada, en ella… El bucle.

Ana M. Serrano

Fantasma.

La buscaba porque vivía oculta, al margen del ruido del mundo, de las miserias del mundo, de sus propias miserias. La buscaba porque sólo la intuía en la penumbra, como un fantasma de sí misma.

Ana M. Serrano

Junio ardiente.

En Madrid no es primavera hasta que junio te empuja a enfilar el parque temprano, antes de que los excursionistas urbanos adopten su condición de horda, tomando por asalto el espacio reservado a la poesía.

Ana M. Serrano

Los días azules.

Hay días así. Azules, blanditos. Días esponjosos que huelen a oxígeno, a cruasán de mantequilla, a libro de papel, a ratos de infancia.

Ana M. Serrano

Primavera, Notre Dame y otros delirios.

Es abril y llueve. Camuflada tras un visillo miro la lluvia caer y pienso. Y entonces recuerdo otra mañana igual de lluviosa y agreste, cuando no estaba en casa, sino en la calle.

Ana M. Serrano