Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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La Mendiga.

Porque ella ya está allí. Como cada día, la mendiga ha desplegado todo su material de guerra callejero: la silla, el vaso de plástico, las mantas de colorines sobre las piernas. La escena ya es rutina.

mendiga

Son las nueve y treinta y cinco de la mañana. Lo sé porque acabo de sacar el móvil del bolso. Es noviembre y el cielo está gris. Tras la cristalera del establecimiento se condensa el vaho, el calor del pan recién horneado, el olor a cruasanes de mantequilla, el sabor a café caliente. Me apresuro a entrar con la mirada fija en el teléfono. Porque ella ya está allí. Como cada día, la mendiga ha desplegado todo su material de guerra callejero: la silla, el vaso de plástico, las mantas de colorines sobre las piernas. La escena ya es rutina.

Hace mucho que el estigma melló su orgullo, las estrecheces su sonrisa. Ya no aguarda turno ante la oficina de empleo (igual nunca lo hizo). Parece demasiado mayor, demasiado vulnerable para competir por una oportunidad en la jungla madrileña del siglo XXI. Una vez instalada en el punto estratégico entona su canto lastimoso. “Tengo hambre”. Es apenas un susurro, lo bastante atronador para obligar a cualquiera a experimentar el ácido sabor de la culpa.

Ignoro cómo ha llegado hasta aquí. Ajena al frío y al sol, exhibe sus andrajos sin reservas: en verano, sus pies gordezuelos, pequeñitos, descalzos sobre unas chanclas, coronados por unos tobillos hinchados que en invierno cubre con calcetines de lana. El pelo largo y oscuro arracimado en una trenza. Los ojos… No sé. Nunca la he mirado a los ojos. Miro el móvil de nuevo. Es menos engorroso que hurgar en el fondo del desarraigo.

A pocos metros, más o menos a la misma hora, la joven de algún país del este y dientes de oro comienza su jornada laboral ante el supermercado descuento del barrio. Su poder para agitar culpabilidades es mucho más limitado. No son tan evidentes en ella los vestigios de las penurias. La lozanía, en este caso, juega en su contra. Pero tampoco es inocente la ubicación elegida por la muchacha. Sí la tristeza estática, escondida tras un esbozo de sonrisa impostado.

En la entrada del pequeño mercado, en la salida, al lado del puesto de flores. En la puerta del chino, no. “Es agotador este chantaje diario, a cada rato, en cada esquina”. “Lo que dices es cruel”. La réplica de la mala conciencia golpea implacable, pero cuando los prejuicios saltan al terreno de juego suelen ganar por goleada sin querer comprender que en la miseria hay poco negocio.

El niño entra corriendo. “Papá, ¿le puedes comprar un chupachús o algo?”. Su vocecita retumba por encima del tintineo de cucharillas. “Dice que tiene hambre”. Todos le miramos de reojo. Nadie se atreve a afrontar su candidez a la cara. Ni su ternura. Nadie se atreve a neutralizar (o sí) los chasquidos de la culpa. Otra vez. El padre asiente sin convencimiento, “ahora, al salir, le damos un euro”. Caridad. Un gesto burgués, acomodaticio y puritano que despeja con eficacia la sensación de desagrado, obviando la señal despiadada de la ingenuidad, huyendo de la infancia que un día fue su gran baza. La nuestra. La de todos.

Porque la presencia de la señora incomoda. Provoca sobresaltos, dudas que preferimos soterrar en la ciénaga donde chapotean las preguntas fastidiosas, oprimiendo en silencio una pantalla. Lo marginal, lo pobre, lo deforme nos encoge el estómago si está lo bastante lejos. Cuando se nos pega a la espalda como una sábana mojada, aceleramos, aunque se quede ahí, flotando en el aire junto a los aullidos remotos de países descuartizados por las bombas, paisajes yermos y niños desnutridos acribillados de moscas.

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