Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Intrusos.

La primera vez que los vi un grito de terror se ahogó en mi garganta. Fue la noche del 16 de septiembre.

Intrusos

Los límites de mi lenguaje
son los límites de mi propio mundo
Ludwig Wittgenstein

La primera vez que los vi un grito de terror se ahogó en mi garganta. Fue la noche del 16 de septiembre. Desde entonces no he vuelto a dormir con la puerta entreabierta.

Había comenzado a intuirlos mucho antes. Una sombra fugaz, un crujido sordo, un rumor, un aleteo en la nuca, un escalofrío… Sabía que estaban ahí. Sobre todo el chiquillo. Aparecía de pronto, casi siempre después de comer, durante esos breves instantes de sofá en los que perdía la consciencia frente a la televisión. Al principio no de di importancia. Una sensación efímera producto del duermevela. Pero según transcurrían los meses el pequeño ente se manifestaba cada vez con mayor descaro. Revoloteaba, flotaba. Como una sombra reclamando atención, me perseguía por la casa. Me giraba y estaba ahí. Siempre invisible, siempre cercano. Hasta que un día el espejo me devolvió el reflejo de su diminuta silueta. Me quedé paralizada al descubrir en lo que yo creía una sonrisa infantil un terrible gesto de dolor. Una mueca metálica que me traspasó como si me hundieran en el alma un puñal envenenado de miedo. El frío secuestraba mis palabras y un temblor descontrolado se apoderó de mis piernas.

¿Qué te ocurre, pequeño? – balbuceé al fin. Una pregunta ridícula, sin duda, pero tampoco mi cerebro daba para más. El niño no respondía. Me miraba sin parpadear. Unos ojos líquidos que me taladraban mientras la imagen infantil se derretía sobre el cristal dibujando una estela aterradora: “ayúdame”.

La risotada que en ese momento invadió el salón me hizo reaccionar. Quise gritar, correr, llorar pero el pánico me impedía pensar con claridad. Me lancé hacia la puerta en un intento desesperado de huir, pero fue inútil. Traté de girar el picaporte bloqueado, tiré hacia mí, lo agarré con las dos manos, me colgué en él, empujé con todas mis fuerzas. No había manera. Mientras esas carcajadas espeluznantes se burlaban de mis vanos intentos por escapar, un carrusel de objetos voladores, aullidos y armarios que se abrían y cerraban sin control se unió a la sinfonía. De pronto la puerta cedió.

Desquiciada, corrí por el pasillo hacia mi habitación, la única que no había sucumbido a las tinieblas que envolvían el resto de la casa. Yo sabía por qué. Como también sabía que si lograba atravesar el umbral estaría a salvo. A punto de conseguirlo algo me hizo tropezar. Noté la sangre caliente resbalar por la pierna y, aunque no sentía dolor, apenas podía moverme. Me arrastraba despacio hacia una claridad cada vez más tenue. Por fortuna, levanté la vista justo a tiempo, cuando la hoja empezaba a cerrarse. Atenazada por el pánico o tal vez impulsada por él rodé como pude hasta aferrarme al quicio de la puerta. Casi sin aliento me colé al fin en el cuarto. Todo me daba vueltas, el sudor me empapaba el rostro, me recorría la espalda y, estremecida ante la intensidad de la luz, cerré los ojos. A punto de sucumbir, un presagio tenebroso me obligó a abrirlos de nuevo.

Entonces los vi.

Danzaban por el pasillo, cuerpos y cabezas, al son de un brillo espectral mucho más aterrador que sus propias sombras. Ánimas enmarcadas en un halo luminoso que exageraba el espectáculo más macabro que había visto jamás. De manera instintiva apreté contra mi pecho el pequeño llamador de ángeles que mi abuelo me había regalado segundos antes de morir. El dulce tintineo parecía devolverme cierta serenidad, cuando un rugido me encogió de nuevo. ¡Jamás te lo llevarás! —bramó quien aparentaba ser el líder— ¡Nunca será tuyo!

La atmósfera, cada vez más densa, me asfixiaba. Los gritos me aturdían. Por un instante me sorprendí inmersa en ese circo demencial que me nublaba la razón. ¿Qué pretendían aquellas criaturas gobernadas por el mal? No tenía intención de enfurecerles más, pero el miedo, el desconcierto y esa extraña percepción que me guía desde la infancia me hicieron agitar de nuevo la pequeña esfera de plata. La reacción de la bestia no se hizo esperar. Escupiendo insultos y espumarajos repugnantes, arengaba a su jauría en mi contra. ¡Cerda hija de puta! ¡No lo lograrás! ¡Tú lo abandonaste! Preferiste a la otra, a la niña, la más débil de los dos—aullaba fuera de sí—. Pero yo he venido a terminar con tu dicha.

La amenaza me congeló la sangre, pues al instante comprendí que sus propósitos eran mucho más siniestros de lo que imaginaba. Sin embargo y pese a la ira descomunal que le embargaba, el monstruo no osaba traspasar los límites de sus tinieblas. La luz de mi habitación le amedrentaba y el susurro saltarín de la misteriosa bolita plateada anulaba por completo su poder. Sin proponérmelo, había adivinado el punto débil de aquel infame ejército de intrusos que ocupaba mi casa. Atrincherada en mi santuario, me retorcía las manos ante la única opción: enfrentarme a ellos. Por tercera vez hice sonar las campanillas. ¡No puedes hacerme daño, alimaña!— chillé a la vez que agitaba el sonajero sin dejar de mirar los ojos anaranjados del demonio, que iban tornándose púrpuras.

Su energía menguaba en la misma proporción que crecía la intensidad del cascabeleo de mi viejo llamador. Lo agité hasta la extenuación. Hasta que el furioso sonido que brotaba de mis manos comenzó a fundirse con el torrente de improperios de aquel engendro retorcido herido de muerte. Cada vez más débiles, los gritos se diluían entre los cuerpos translúcidos de sus secuaces. ¡Marchaos de una maldita vez!, me atreví a gritar al sentir su derrota. Y dejé de respirar.

De repente, todo cesó.

O casi todo. Porque a veces, unos pasitos me recuerdan que aquella noche, la del 16 de septiembre, después de bajar al infierno, no volví sola. “El rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso”. Recito a Becquer y no puedo evitar un estremecimiento al ver la lámpara balancearse.

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