Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Amanecer.

Callejones de suburbio. Rejas oxidadas en las ventanas, algún que otro cristal roto, muros desconchados, telefonillos quemados, cabinas reventadas, broncas y jeringuillas.

Amanecer

Callejones de suburbio. Rejas oxidadas en las ventanas, algún que otro cristal roto, muros desconchados, telefonillos quemados, cabinas reventadas, broncas y jeringuillas. Pobreza, paro, exclusión social, drogas, delincuencia… El colegio era como el resto del barrio. Un puto gueto de fracasados en potencia y realidades grises que apestaban a violencia, a vespinos trucadas, robadas a punta de navaja, a trapicheos de esquina y casetes de «Los Chichos». El Jaro, un hijoputa de manual, tampoco escapaba a ninguno de los clichés del extrarradio madrileño de principios de los ochenta. El típico tío que se te acerca en el recreo y te atiza un puñetazo en el estómago. Sin más, sólo para verte la cara. Porque sabe que no vas a devolvérselo.

Solía imaginar un futuro como el suyo. Pelo oscuro, tez morena, mirada entumecida, voz austera, billetera gruesa. Un reguero de ninfas de barrio rendidas a sus desmanes y una recua de borregos acatando sus órdenes. Una carrera de tipo duro, de matón curtido en la canalla de la indiferencia y las palizas. Un mañana lejos de la humillación y el miedo. De los edificios apiñados, las fachadas tristes y la ventana metálica, como el sabor de la sangre a las seis de la mañana. A veces la probaba antes. Otras después. Pero siempre el mismo gusto, caliente y acre.

Recuerdo la única vez que el Jaro me miró a los ojos. Era una tarde fría de finales de noviembre. Yo iba sorteando los charcos y la mugre de la acera, un balón pinchado disolviéndose en el barro. Y el bar, uno de ellos, donde mi padre bebía hasta perder el sentido. Lo atisbé de soslayo y salí pitando. Demasiado deprisa. Demasiado angustiado. Demasiado tarde. Un chirrido de ruedas dio con mis huesos en el asfalto mojado. ¿Estás bien, chaval? La mirada tensa clavada en la mía, los gestos nerviosos, el Ford Escort tuneado en mitad de la calzada, el tipo repeinao, impasible bajo la lluvia. ¡El Jaro sí que tiene nivel! La tarde me daba vueltas. Me dolía el costado y el brazo derecho que crujió cuando me levantó del suelo, pero ni siquiera rechisté. Me sentía como un héroe, el favorito del ídolo. Los parroquianos pegados al cristal no cayeron en la cuenta hasta que vieron a la bestia atravesar la puerta blandiendo una botella partida. El Jaro se la quitó de un golpe. De otro le reventó el pómulo. Gritos. Sirenas. Luces azules. Todo Dios al hospital.

Era raro percibir cómo el mundo de violencia en el que había crecido se difuminaba entre los brazos extraños que me curaban las heridas, que me arropaban por las noches como aquellos otros brazos lejanos, casi olvidados, que olían a caramelo de violetas. De pronto todo era distinto, nuevo, alentador. Lejos de las calles desvencijadas, los barrizales, los tejados amontonados, las cabinas reventadas, los bares de mierda y las ventanas metálicas. Durante ocho meses viví al margen del colegio, los capullos de patio, las broncas, los trapicheos de esquina, el zumbido de la correa atravesando el pasillo.

Al Jaro tampoco volví a verlo. En el centro de protección infantil me contaron que tuvo movidas con la pasma. Cambalaches de drogas y carne fresca, tipos con armas de fuego, tipas que te arrancan el frío a dentelladas, ajustes de cuentas de esos que abren telediarios… Que puso los pies en polvorosa y anda por ahí de prófugo en Dios sabe qué paraíso. Claro que yo seguía admirándolo en secreto. A mis trece recién cumplidos, la inocencia en una cloaca y un padre embrutecido como único referente, el ejemplo del Jaro todavía me parecía el mejor de los porvenires.

Hoy volvemos a casa. A mi padre acaban de soltarlo de la jaula para lunáticos en la que lo encerraron. Dicen que ha dejado la bebida, pero no las tengo todas conmigo. Cierto que ahora no apesta, que no masculla insultos, que no se le escurren las palabras entre los dientes partidos. Aun así, la brecha se ha hecho quiste. Y aunque la marcas evidentes, las de la hebilla en la espalda, el negro en el ojo o el huevo en la cabeza, hace tiempo que deambulan por el limbo del olvido; las intangibles, mucho más profundas y dolorosas, afloran en cuanto mueve los labios. Como la inquina. Como el regusto a óxido cada despertar.

Carlos sospecha. Y sospecha bien. Porque aun ignora que cualquier mañana, a pocos minutos del amanecer, volverá a mirar por la ventana. La ventana de siempre. Metálica y sucia. Como la calle, pese al horizonte incendiándose. Y reconocerá de nuevo el pellizco de la impotencia.

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