Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Camille Claudel, la escultora maldita.

Camille Claudel, la hermana de Paul Claudel, la amante musa de Rodin. Por eso se la recuerda en la historia. No porque fuera la mejor escultora de su tiempo.

Camille Claudel. Sakountala

«Camille la secuestrada, Camille la prisionera. Coja y seductora Camille, escultora de genio, artista maldita y olvidada». Rosa Montero.

Camille Claudel nació en Villeneuve-sur-Fère (Francia), el 8 de diciembre de 1864. La hermosa hija de un registrador de la propiedad y una rica provinciana. La hermana de Paul Claudel, la amante musa de Rodin. Por eso se la recuerda en la historia. No porque fuera la mejor escultora de su tiempo.

Inteligente, sensible, dotada, tocada por el genio del arte. Bellísima también. Lo tenía todo para triunfar, salvo el momento, la familia, la pasión por el hombre equivocado y su sexo. El entorno patriarcal y opresor la condenó a alienación. Rodin, que exprimió hasta la última gota de su talento, al naufragio. Su madre —quien resultó ser su peor verdugo—, al manicomio de Ville-Evrard. Su hermano Paul se hizo el sueco una vez más. Se encontraba en París aquella mañana de marzo de 1913, cuando dos enfermeros arrastraron a Camille al psiquiátrico. Se le diagnosticó «manía persecutoria acompañada de delirios de grandeza». Jamás volvió a esculpir.

Antes de aquel suceso terrible, había pasado una década junto a Rodin, su maestro y único amor. Un genio —nadie lo pone en duda—, que pronto descubrió la genialidad de su joven pupila. Pero ella se enamoró como una idiota de aquel hombre déspota e intransigente. Fue aquel un amor tóxico, salpicado de peleas, celos y humillaciones.

Camille Claudel sabía de sobra que Auguste se aprovechaba de su capacidad artística, su belleza y su juventud. No es que el escultor no reconociera la desbordante creatividad o la brillante personalidad de Camille. Al contrario, él mismo recomendaba y alababa el trabajo de su alumna. “Yo le he enseñado a buscar oro, pero el oro que encuentra es sólo suyo”, afirmaba. Sin embargo, amparado por el poder que le otorgaba una sociedad misógina y tal vez abrumado por la posibilidad (ignota, entonces) de que ella le hiciera sombra, su paternalismo benefactor se transformaba en tiranía. Y volvían las broncas, los gritos, los abusos, las promesas rotas, el desgarro interior, la desolación…

Tenía la escultora 29 años cuando decidió abandonar al maestro, montar su propio taller, esculpir el mármol como sólo ella sabía hacerlo. Se dejó la piel en el intento de lograr el reconocimiento de una obra extraordinaria e inquietante que la sociedad decimonónica consideraba monstruosa, “mastodontes de yeso”. Mientras, se endeudaba, vivía en la miseria, se congelaba durante los gélidos inviernos parisinos en espacios siniestros, carentes de calefacción, de luz, del más mínimo confort. Nadie le echó una mano. Su adorado hermano Paul, el poeta, a quien la ingénua Camille aún consideraba su único amigo, andaba recogido en las tertulias literarias y la vida bohemia del París del cambio de siglo.

No he hecho todo lo que he hecho para terminar mi vida como figura principal de una casa de salud, bramaba Camille Claudel cuando la encerraron Ville-Evrard. No le sirvió de nada. En 1915 fue trasladada a Montdevergues, una institución lúgubre cerca de Avignon. Allí se dejó devorar por el silencio, el encierro y la indeferencia.

Sin embargo, la atormentada existencia de Camille Claudel nos ha hecho dejar de lado la magnificencia de su obra. Durante años (ya contemporáneos, claro) la inmensidad creativa de la artista se ha visto de nuevo oscurecida por el morbo insano de incidir en las tragedias. Y esa, pasar del infierno del olvido al de los estereotipos, es una doble injusticia.

La secuestrada, la prisionera, la seductora, la enamorada, la postergada, la maldita y genial Camille Claudel dejó un legado estético e iconográfico que es obligación resaltar, al margen del mito y de su historia enmarañada. O precisamente por ello. Sus aportaciones a la escultura merecen una dedicación especial. Camille, junto a su maestro, sobre todo sin él, revolucionó la expresión escultórica de su tiempo.

Se zafó del academicismo con la misma exquisitez que luchó por un pedestal en mundo del arte. Trabaja el mármol como nadie en su tiempo; representa el cuerpo y la expresión con una humanidad y sensibilidad extraordinarias. Igual que el amor, el encuentro entre los amantes, el sufrimiento, la libertad… Es capaz de reflejar su propia percepción del mundo, del destino, de sus inquietudes e interrogantes en piezas intensas, autobiográficas. Su alma, al fin, su poderosa creatividad impresa en tres dimensiones.

Hoy reivindico la figura de Camille Claudel como mujer, como artista relegada (como tantas otras en la historia). Sobre todo reivindico su genio, su lucha, su estética artística, el reconocimiento tardío de una obra carnal, poderosa, intensa. No podemos cambiar su vida condicionada por los prejuicios. Sí su lugar en el universo de la historia del arte.

* Me acompaña Kurt Cobain.

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