Diálogos de Libro

Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. Carmen Martín Gaite.

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Corazón dividido.

Con el corazón dividido afronto este año la jornada del 8 de marzo. Porque de un tiempo a esta parte siento que nos manipulan. Que estamos cayendo en una nueva trampa ideológica que desvirtúa el concepto feminismo y que no sólo nos arrastra, nos perjudica.

8 de marzo

Con el corazón dividido afronto este año la jornada del 8 de marzo. Dividido porque no puedo obviar los comportamientos machistas, los comentarios repugnantes que vomitan algunos hombres, los roles y estereotipos que pesan sobre nosotras desde hace siglos. Porque no puedo dejar de creer que las mujeres tenemos una forma de actuar y de entender la vida mucho menos cruel, mucho más solidaria, empática y justa. Es puro instinto. Lo llevamos en el ADN porque, hasta hace bien poco, hemos habitado el mundo sobreviviendo, eludiendo como podíamos el poder patriarcal que cercenaba nuestra libertad sin tapujos. Ni puedo cerrar los ojos ante las barreras y las trampas que nos obligan a esforzarnos mucho más para conseguir probablemente menos.

Eso sí, no puedo olvidar tampoco que en apenas un siglo, gracias al esfuerzo (y la vida, en muchos casos) de las primeras sufragistas (y sus herederas), hoy no se cuestiona el derecho al voto, a la educación, a la libre elección de pareja (o no pareja) o de tener hijos y cuántos; a viajar, disponer de nuestro dinero, a entrar y salir sin necesidad de que un señor —llámese padre, hermano, primo o marido, impuesto, por cierto— nos dé su permiso. Es verdad que muchos hombres todavía “nos explican cosas”, demasiadas; que algunos consideran que no deberíamos haber salido jamás de la cocina y que otros siguen pensando que estamos a su disposición para su uso y disfrute. Es verdad que, pese a las leyes, en el mundo occidental siguen existiendo los feminicidios, las agresiones y las violaciones, fruto de ese sentimiento cavernícola de posesión.

A pesar de que el camino que nos espera aún es largo y complejo, estamos a años luz del sometimiento que soportaron nuestras bisabuelas, nuestras abuelas, incluso nuestras madres. Es por eso que, en la parte civilizada del mundo, me cuesta mucho considerar(nos) víctimas de manera generalizada. No quiero decir con esto que no las haya y que no me hierva la sangre cada vez huelo el tufillo machista que aún persiste en nuestra sociedad occidental, civilizada y democrática. Pero de ahí a que los poderes públicos se adueñen de unas reivindicaciones, más que justas, necesarias y las utilicen con fines partidistas e ideológicos, convirtiéndonos en víctimas del sistema por sistema únicamente para saciar su afán de dominio, hay mucho trecho también.

Y es por eso que tengo el corazón divido. Porque de un tiempo a esta parte (muy pocos años, quizá dos o tres) siento que nos manipulan. Siento que estamos cayendo en una nueva trampa ideológica que desvirtúa el concepto «feminismo» y que no sólo nos arrastra, nos perjudica. Generalizar el victimismo no nos hace más fuertes. Al contrario, debilita esa resistencia innata que nos ha hecho llegar tan lejos pese a todas las cadenas e impedimentos.

Vamos a ser realistas. En las sociedades occidentales ninguna mujer se juega la vida por conducir un coche, por ir a la universidad, por quitarse un velo —¡ah, no!, resulta que llevar velo o hiyab es la madre de todos los derechos femeninos, vaya por dios— o por negarse a contraer matrimonio con un desconocido (o un conocido, que igual es peor) o con su violador para limpiar el honor de la familia. Tampoco estamos inmersas en ninguna guerra donde se utiliza a la mujer como arma, como objeto para la venganza, sometiéndola a humillaciones y atrocidades que sólo leemos en los medios y cuando quieren —¿alguien se acuerda de Yemen?, por ejemplo—. En el mundo civilizado la ablación del clítoris es un crimen, los matrimonios infantiles también. Como la violación, los malos tratos y las agresiones. Aunque siguen sucediendo, son delito.

Ellas, todas esas mujeres que están tan lejos, sí son víctimas de una barbarie que ni siquiera (al menos yo) podemos imaginar. Ellas siguen siendo las víctimas del horror más salvaje. De ellas me acuerdo todos los días, más cuando se monta un pitote “de género” por el lenguaje o los semáforos con falditas. Por ellas si alzo la voz. Como la alzo por cualquier (me basta una sola) mujer víctima del abuso machista. Sin embargo, hoy 8 de marzo, no voy a ir a ninguna manifestación orquestada por la ideología política de ningún bando. Ni voy a sucumbir ante el pensamiento plano que dictamina quién es feminista y quién no en función de intereses personales. Tampoco estoy haciendo huelga ni pienso hacerla mientras me sienta manipulada. Mientras se mezcle la reivindicación con el poder político y sean los mesías “seudoprogres” del siglo XXI quienes me marquen el camino de lo correcto. Ni me gustan ni me representan.

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